martes, 20 de febrero de 2024

 

EL PASO DE LA SOMBRA

 


(Consideraciones liminares acerca del poemario de Amanda Pedrozo)

 

La voz asombrosa de Amanda tiene la propiedad de encantar. He sido testigo de esos milagros o sortilegios que despliega inocentemente frente a un auditorio para cautivarlo. Creo que entre lo que dice y lo que es, no existe fisura. Amanda es lo que escribe y escribe lo que es. No imposta voces. No pide prestadas máscaras solemnes, dice su misa como quien conversa quietamente.

Al inicio, en “Vigilantes” evoca como al pasar figuras de las mitologías fundadoras de Occidente: Cancerbero, custodio del infierno; Medusa, la enemiga de la belleza; Paracelso, aquel colega médico que recetaba maravillas en forma de jarabes; Midas, el que fuera castigado por su codicia de oro. Cada personaje que cita en este texto breve, trae consigo la carga de su propia desgracia. Por eso, Amanda, cautamente, advierte. Nos advierte. Hay peligros hasta en lo inocente, como esos espíritus de los árboles que invitan a tenderse.

En “Narices” hay una profusión salvaje de percepciones, todo aquello que se puede mencionar por medio de un aroma, una fragancia o la asquerosa rispidez de la crápula.

“Mujer” es un texto con cruce de identificaciones que tiene resplandores en los que las palabras tiemblan al escuchar su propio tono: “de bruces en la hierba, mojadas de salivas y de besos” siguen resonando aún después de haberlas leído, siguen girando en ronda tras nuestra mente, siguen acompañando esa musicalidad que arrastran tras de sí. Eso es poesía. El fulgor luminoso que expira en el choque entre la palabra y su significado, pero antes de extinguirse, deja sus huellas en nosotros.

“Palabras” es casi una plegaria que abomina de los sustantivos vacíos, por eso la invocación final está destinada a las palabras “de los presos tristes, de los ángeles desahuciados, que persiguen capturarla hasta en un beso”.

Este libro ha resuelto dar libertad a todas las ataduras. Las convenciones sociales de gente muy educada no tienen eco en estas páginas. No hay sitio para las beaterías inútiles, ni la diplomacia social.

“Psicopatía” nos renueva las promesas del amor sacralizado, de ese que termina siendo la excusa para el calvario. De esos amores presidiarios, que asfixian, como esa niña inmolada en el altar de la sensiblería mezquina y cruel. De esos amores que matan jurando que aman.

“Consciencia” traza un itinerario similar del amor del hombre que solo siente su protagonismo cuando puede creer que es el único responsable de la arquitectura de sus sentimientos. La mujer, en ese trance, está ausente en sí misma. Es el clásico recipiente pasivo en el que se consuma la pasión. Amanda necesita descubrir un espejo más para que nos veamos a nosotros mismos, cada cual en su lugar, siendo arte y parte de los ritos sociales que consideramos fundamentales para el sostén de la vida en común. Ese espejo de Amanda no deforma. No se adapta fácilmente a la paz comunitaria: muestra. Y lo que vemos puede ser crudo, puede que nuestras desnudeces nos desilusionen igual que cuando nos vemos reflejados en un espejo y recordamos lo que fuimos en la juventud. La naturaleza ha purgado sus culpas en nosotros. Somos los desterrados hijos de Eva que no sabemos cómo volver al Paraíso. Nuestros defectos, nuestras mezquindades, nuestro egoísmo, nuestra soberbia, nuestra vergüenza, fue creando esa trama de pecados que llamamos “Sociedad” y es necesario que la poeta nos despierte del ensueño. Así como nos advirtió que no ingresáramos en “Vigilantes” nos instiga a salir del acomodo social en estos versos de “Indiferencia” cuando observa que “vos le sucedés al mundo como las algas, dóciles a las aguas, iguales a las lentas cabelleras de los dulces ahogados, así le sucedés vos al mundo. Y al mundo no le importa nada”

Esa es la quebradiza superficie del espejo que Amanda va engastando entre el mundo y uno. Y verdugos y niños y tormentas y músicas van sucediendo sin que al mundo le importe nada. Con afán de sacralizar podríamos llamar al mundo “Dios” o, como quería Spinoza “Naturaleza”. De todas formas, al mundo no le importa nada. Nuestra pequeñez e insignificancia se viste de decoro para ubicarnos bíblicamente en el centro de la Creación. Pero al mundo no le importa eso, ni nada. Sigue el recorrido con “Hachazo”. La oposición entre el mundo natural y los artificios de la tecnología (Internet, redes sociales) conspiran para crear un mundo ficticio ajeno a los círculos de la vida que la autora ha recibido en la infancia, contados por los árboles. El ciclo de los nidos, las arañas, los frutos, las algas, los lirios y la oscuridad se mecen en el recuerdo que no reconoce esta vida de artificio que nos hemos creado los seres humanos con el correr de los siglos. Lento acomodo tecnológico que sabotea la felicidad natural de cada uno por medio de imposturas.

La poesía, toda buena poesía no puede eludir el misterio del tiempo, la relación tensa entre la fugacidad de la vida humana y la eternidad del mundo en el que se desarrolla esa vida en constante devenir y cambio. Hay poesía épica cuando miramos el pasado y fijamos la eternidad en una mitología que no se resigna al espacio en el que la encerramos. Hay poesía profética cuando apuntamos hacia el futuro del perfeccionamiento de la vida perdurable. Y hay, sobre todo, poesía del instante cuando Amanda Pedrozo retiene la fugacidad del presente, atrapándolo en un destello instantáneo que contiene en sí toda la carga del pasado y la promesa del porvenir. Amanda, visiblemente, escogió esta última forma en su poética. Desde ese instante que se instala entre las palabras de un panteísmo intimista, la autora nos oficia con susurros una ceremonia que advierte nuestro destino por medio del conjuro de las palabras. Por eso, nos puede decir:

/Pero después he visto el fondo del silencio,

/a la oscuridad le ha sido dado el poder sobre el fuego y los astros,

/en el fondo de todas las aguas se gestan las palabras de esperanza 

/se abultan las semillas y se lanzan pétalos hacia la luz y el oxígeno 

/las canciones de las hojas limpian las almas en pena y consuelan a los niños 

/se espantan los hombres del pasado, han visto insomnes  

/desde sus calaveras danzando en los mares o sus dóciles restos  

/metidos en cementerios.

En “Inundación” renueva esos votos, hasta que se suicidan los ángeles.

Mis saludos de pie para tan alta poesía.

 

Alejandro Bovino Maciel

Buenos Aires, marzo 2022.

 

                           


 

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