EL PASO DE LA SOMBRA
(Consideraciones
liminares acerca del poemario de Amanda Pedrozo)
La
voz asombrosa de Amanda tiene la propiedad de encantar. He sido testigo de esos
milagros o sortilegios que despliega inocentemente frente a un auditorio para
cautivarlo. Creo que entre lo que dice y lo que es, no existe fisura. Amanda es
lo que escribe y escribe lo que es. No imposta voces. No pide prestadas
máscaras solemnes, dice su misa como quien conversa quietamente.
Al
inicio, en “Vigilantes” evoca como al pasar figuras de las mitologías
fundadoras de Occidente: Cancerbero, custodio del infierno; Medusa, la enemiga
de la belleza; Paracelso, aquel colega médico que recetaba maravillas en forma
de jarabes; Midas, el que fuera castigado por su codicia de oro. Cada personaje
que cita en este texto breve, trae consigo la carga de su propia desgracia. Por
eso, Amanda, cautamente, advierte. Nos advierte. Hay peligros hasta en lo
inocente, como esos espíritus de los árboles que invitan a tenderse.
En
“Narices” hay una profusión salvaje de percepciones, todo aquello que se puede
mencionar por medio de un aroma, una fragancia o la asquerosa rispidez de la
crápula.
“Mujer”
es un texto con cruce de identificaciones que tiene resplandores en los que las
palabras tiemblan al escuchar su propio tono: “de bruces en la hierba, mojadas
de salivas y de besos” siguen resonando aún después de haberlas leído, siguen
girando en ronda tras nuestra mente, siguen acompañando esa musicalidad que
arrastran tras de sí. Eso es poesía. El fulgor luminoso que expira en el choque
entre la palabra y su significado, pero antes de extinguirse, deja sus huellas
en nosotros.
“Palabras”
es casi una plegaria que abomina de los sustantivos vacíos, por eso la
invocación final está destinada a las palabras “de los presos tristes, de los
ángeles desahuciados, que persiguen capturarla hasta en un beso”.
Este
libro ha resuelto dar libertad a todas las ataduras. Las convenciones sociales
de gente muy educada no tienen eco en estas páginas. No hay sitio para las
beaterías inútiles, ni la diplomacia social.
“Psicopatía”
nos renueva las promesas del amor sacralizado, de ese que termina siendo la
excusa para el calvario. De esos amores presidiarios, que asfixian, como esa
niña inmolada en el altar de la sensiblería mezquina y cruel. De esos amores
que matan jurando que aman.
“Consciencia”
traza un itinerario similar del amor del hombre que solo siente su protagonismo
cuando puede creer que es el único responsable de la arquitectura de sus
sentimientos. La mujer, en ese trance, está ausente en sí misma. Es el clásico
recipiente pasivo en el que se consuma la pasión. Amanda necesita descubrir un
espejo más para que nos veamos a nosotros mismos, cada cual en su lugar, siendo
arte y parte de los ritos sociales que consideramos fundamentales para el
sostén de la vida en común. Ese espejo de Amanda no deforma. No se adapta
fácilmente a la paz comunitaria: muestra. Y lo que vemos puede ser crudo, puede
que nuestras desnudeces nos desilusionen igual que cuando nos vemos reflejados
en un espejo y recordamos lo que fuimos en la juventud. La naturaleza ha
purgado sus culpas en nosotros. Somos los desterrados hijos de Eva que no
sabemos cómo volver al Paraíso. Nuestros defectos, nuestras mezquindades,
nuestro egoísmo, nuestra soberbia, nuestra vergüenza, fue creando esa trama de pecados
que llamamos “Sociedad” y es necesario que la poeta nos despierte del ensueño.
Así como nos advirtió que no ingresáramos en “Vigilantes” nos instiga a salir
del acomodo social en estos versos de “Indiferencia” cuando observa que “vos le
sucedés al mundo como las algas, dóciles a las aguas, iguales a las lentas
cabelleras de los dulces ahogados, así le sucedés vos al mundo. Y al mundo no
le importa nada”
Esa
es la quebradiza superficie del espejo que Amanda va engastando entre el mundo
y uno. Y verdugos y niños y tormentas y músicas van sucediendo sin que al mundo
le importe nada. Con afán de sacralizar podríamos llamar al mundo “Dios” o,
como quería Spinoza “Naturaleza”. De todas formas, al mundo no le importa nada.
Nuestra pequeñez e insignificancia se viste de decoro para ubicarnos
bíblicamente en el centro de la Creación. Pero al mundo no le importa eso, ni
nada. Sigue el recorrido con “Hachazo”. La oposición entre el mundo natural y
los artificios de la tecnología (Internet, redes sociales) conspiran para crear
un mundo ficticio ajeno a los círculos de la vida que la autora ha recibido en
la infancia, contados por los árboles. El ciclo de los nidos, las arañas, los
frutos, las algas, los lirios y la oscuridad se mecen en el recuerdo que no reconoce
esta vida de artificio que nos hemos creado los seres humanos con el correr de
los siglos. Lento acomodo tecnológico que sabotea la felicidad natural de cada
uno por medio de imposturas.
La
poesía, toda buena poesía no puede eludir el misterio del tiempo, la relación
tensa entre la fugacidad de la vida humana y la eternidad del mundo en el que
se desarrolla esa vida en constante devenir y cambio. Hay poesía épica cuando
miramos el pasado y fijamos la eternidad en una mitología que no se resigna al
espacio en el que la encerramos. Hay poesía profética cuando apuntamos hacia el
futuro del perfeccionamiento de la vida perdurable. Y hay, sobre todo, poesía
del instante cuando Amanda Pedrozo retiene la fugacidad del presente,
atrapándolo en un destello instantáneo que contiene en sí toda la carga del
pasado y la promesa del porvenir. Amanda, visiblemente, escogió esta última
forma en su poética. Desde ese instante que se instala entre las palabras de un
panteísmo intimista, la autora nos oficia con susurros una ceremonia que
advierte nuestro destino por medio del conjuro de las palabras. Por eso, nos
puede decir:
/Pero después he visto el fondo del
silencio,
/a la oscuridad le ha sido dado el
poder sobre el fuego y los astros,
/en
el fondo de todas las aguas se gestan las
palabras de esperanza
/se
abultan las semillas y se lanzan pétalos hacia la luz y el oxígeno
/las
canciones de las hojas limpian las almas en pena y consuelan a los niños
/se
espantan los hombres del pasado, han visto insomnes
/desde
sus calaveras danzando en los mares o sus dóciles restos
/metidos
en cementerios.
En
“Inundación” renueva esos votos, hasta que se suicidan los ángeles.
Mis
saludos de pie para tan alta poesía.
Alejandro
Bovino Maciel
Buenos
Aires, marzo 2022.
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