ACTITUDES DE PAZ EN MEDIO DE UNA GUERRA
Por Alejandro Maciel.
En un mundo convulso por tormentas de belicismo que soplan por aquí y por allá; que cuando se extingue en un rincón se incendia en dos más, no es fácil escribir sobre la paz. Sin embargo, trataremos de vincular este tema con el periodismo, la TV, la educación y la literatura.
¿Qué es la paz? La paz no es solamente la ausencia de guerras sino la presencia de justicia en el sentido profundo, filosófico y hasta ontológico (no temamos usar términos suntuosos cuando hablamos de paz) dentro de una sociedad que hoy es global. Pero esta paz se construye o se destruye gradualmente en el rebaño humano desde que nacemos, crecemos, aprendemos y actuamos. La educación es un punto clave, con una educación sistemática que oriente hacia la solución racional de los conflictos no podría haber guerras, ni violencia ni pandillas.
¿Y qué es educación? Educación es todo aprendizaje socialmente útil[1]. ¿Y qué es aprendizaje? Aprendizaje es todo cambio de conducta interna o externa que se debe a una experiencia y se refuerza con la práctica.
Cambio de conducta interna señala que después de un aprendizaje el sujeto o la mujer que aprendió no manifiesta externamente nada, no observamos ningún cambio físico pero su actitud ha sufrido una transformación si aprendió de verdad algo nuevo. Por ejemplo, alguien que acaba de aprender las normas de tránsito por medio de la experiencia, al terminar de aprender parece ser la misma persona pero una vez al frente de un volante tendrá otra conducta si verdaderamente aprendió, es decir si entre la entrada y la salida del aprendizaje hubo un cambio de actitud. ¿Y qué será esta cosa llamada actitud? La actitud es un complejo sistema tripartito que incluye:
a) Un componente cognitivo, intelectual que es la creencia (datos acerca de objetos, personas o hechos, opiniones personales que han sido aprendidas socialmente) por ejemplo “una cosa somos nosotros, otra los extranjeros”.
b) Un componente afectivo, esto es sentimientos frente a dicha creencia que me invoca simpatía o repulsión; puedo sentir a los extranjeros como personas por las que siento deseos de comprender, ayudar, solidarizarme con su situación pensando que si migraron, tendrán muchas necesidades y carencias por las que siento empatía, “me pongo en su lugar” y trato de facilitarles alguna ayuda. En la otra vereda, puedo sentir rechazo, temor, ideas acerca de la competencia que creo desleal por las fuentes de trabajo que los extranjeros vienen a ocupar sin derecho dejando a los naturales en desventaja. “Los extranjeros son peligrosos” será el sentimiento guía de dicha actitud paranoide que muchas veces, por esas trampas de la fe que tiene nuestra mente, son foco de proyección de otras frustraciones y fracasos personales que usan al extranjero como chivo expiatorio.
c) Un componente conductual, la actitud lleva en sí una tendencia a actuar de tal o cual forma acorde al marco de dicha actitud. De una persona con una actitud hostil hacia los extranjeros no podemos esperar algarabía y muestras de atención y mucho menos solidaridad cuando se encuentre frente a un grupo de forasteros en situación de desventaja. El repertorio de conductas se reduce a la forma pasiva hostil (no hacer nada, no facilitarle las cosas a los emigrados, es decir abstenerse de ayudar o mostrar aceptación) o actividad adversa (dificultarle las cosas, entorpecer su inserción social negándole un puesto de trabajo, por ejemplo) y en este caso ya entramos en el terreno de la discriminación que afortunadamente está prohibida por ley. Pero todos sabemos que, hecha la ley, hecha la trampa. De nada sirve normatizar el final de la cadena (prohibir discriminar) si no mejoramos la base en la que asienta la discriminación, esto es, la actitud.
¿Qué actitud hemos desarrollado como sociedad hacia la guerra y la violencia? Si es verdad que la TV es la vidriera social, desde los comics infantiles, a las llamadas “películas de acción” y hasta las tiras televisivas supuestamente humorísticas, la violencia está aceptada cuando no fomentada como forma de convivencia. La violencia es una forma de comunicación, un lenguaje según los códigos de los mass media. Está bien que la TV no lo es todo, que una buena provisión de lecturas puede volver a poner las cosas en su lugar pero ¿cuánto lee la gente habitualmente? ¿No hemos perdido paulatinamente el hábito de aprender leyendo?
Está demostrado taxativamente que la lectura es la forma del aprendizaje más completa por los mecanismos cognitivos que en ella intervienen, pero si comparamos las horas/televisor frente a las horas/lectura de un niño o niña o adolescentes promedio en la sociedad actual la televisión gana por goleadas. Es decir, prevalece el modelo de solución de conflictos utilizando alguna forma de furia, que puede ir desde la violencia verbal (insultos, gritos), psicológica (amenazas, denigración del otro) y físicas con un repertorio tan amplio que no alcanzaría este libro para describir; pero los invito a ver en la TV o el cine directamente y cerciorarse por ustedes mismos.
Ahora bien, la actitud hostil frente a personas o grupos que creo amenazantes o inferiores es la madre de los prejuicios. ¿Qué es un prejuicio? Es una actitud injusta, errónea e intolerante basada en temores profundos e inseguridades y recelos personales (y/o colectivos) que es devuelta hacia alguien de afuera quien desde ese momento se verá como peligroso, amenazador y alarmante y que trataré (o trataremos) de neutralizar lo más rápidamente posible. El prejuicio no es racional, al contrario es casi el sello típico del fanatismo que por definición, es irracional. Si fuese racional sería una convicción: “no hay que matar”, por ejemplo es una convicción basada en la reflexión acerca de las experiencias de crímenes que conocimos y no deseamos volver a repetir.
Allport fue el primer autor que postuló el fracaso personal o colectivo como la base que gestiona la agresión interna que sale a buscar un foco de conflicto a quien echar la culpa de nuestras propias incapacidades. El prejuicio siempre opera de arriba hacia abajo en la pirámide social; el que está o cree estar en situación más ventajosa oprime y reprime al que está más necesitado. Es por tanto de índole canalla y miserable y tiende a crear desequilibrios sociales.
T. Adorno (1950) propuso otra fuente de prejuicios en las personalidades autoritarias, rígidas, convencionales, sujetas a la letra de las normas más que a su finalidad; los autoritarios quieren imponer lo que consideran “la verdad” en forma coactiva e intolerante a cualquier alternativa. Como operan en base a simplificaciones y generalizaciones frecuentemente caen en razonamientos prejuiciosos y como no están abiertos al diálogo (¿cómo estarlo, si creen tener la verdad de su parte?) no pueden entender otras razones y se cierran en sus principios hasta el fin.
Hay una tercera alternativa (y una cuarta y una quinta pero como Occam está abriendo su navaja, mejor cortemos nosotros) que nos lleva a razonar de este modo: si la discriminación es hija del prejuicio y éste es hijo de las actitudes; debemos observar dónde se originan las actitudes. Y sabemos que nacen dentro de la personalidad que, según el psicoanálisis, está formada por el repertorio de mecanismos de defensas inconcientes que utilizamos en forma automática. Hay mecanismos maduros desde el punto de vista evolutivo y hay otros más primitivos y perjudiciales. La proyección es perjudicial porque tiende a descargar nuestras culpas o errores o miedos en un objeto o sujeto que nada tiene que ver con nuestros conflictos pero justamente, el mecanismo económico que persigue es librarse de tener la basura en casa regalándosela al vecino sin que éste lo advierta. Es muy barato pero muy perjudicial para la vinculación social. La identificación proyectiva es más sofisticada y por tanto más perjudicial. La negación que está en la base de ambos, es nociva: primero debo negar que el fracaso y el disgusto es mío antes de proyectarlo al prójimo. Hay elementos de índole narcisística que impiden reconocer errores en mí mismo, ya que el declararlos abiertamente implica una herida al Yo que es tan susceptible; entonces el Yo no encuentra mejor recurso que mentirse (negar que me equivoqué, negar que fracasé) pero como el error está presente, se lo endilgo a otro, preferentemente un grupo o persona vulnerable y que está en desventaja para evitar que su defensa sea efectiva. Este Yo interior se mentirá, será inconciente pero no es tonto.
Ahora la cuestión debe replantearse: convengamos que existe el fracaso personal en una sociedad tan competitiva en la que no todos pueden llegar a la primera meta, que esto acarrea el remordimiento, la idea de culpa o la frustración; aceptemos que existe la personalidad autoritaria que necesita imponer sus códigos que cree verdaderos y obligatorios (muchas veces de base religiosa dogmática) para sentirse en equilibrio y orden, admitiendo todo eso, ¿por qué la reacción primitiva ante el obstáculo es la violencia en el ámbito individual y la guerra en el ámbito colectivo? ¿No será que la base educativa está fallando? ¿No será que estamos aprendiendo algunas actitudes erróneas? En un mundo donde todo es competencia por ser el mejor, la más linda, la más delgada aunque anoréxica, los más inteligentes, los más fuertes, los más metedores de goles, los más aventajados gimnastas, ¿qué lugar le reservamos a los 9 restantes que no alcanzaron el primer puesto? ¿Es la competencia sistemática una forma de convivencia? ¿No está demostrando con el fútbol que esa competencia feroz fácilmente genera bandos enfrentados que llevan a formas de violencia incontrolables? Es que está en juego nuevamente el Ego narcisista ampliado al grupo de referencia que lo refuerza. “Soy del club A y todos los del club B son enemigos” me decía un hincha a quien entrevisté en radio. ¿Por qué enemigo? El fútbol es un deporte, no un campo de batalla; pero el Ego amenazado (si perdiera vería descender su estima frente a todos los demás camaradas que están de testigo de la derrota, por eso es inadmisible una derrota y los ánimos se encienden más cuando juegan seleccionados nacionales porque en la imaginación de ese grupo anómico, está jugando la patria, el escudo, la bandera (se canta el himno nacional antes del partido) y una serie de valores abstractos que se consideran sagrados y no deben ser mancillados con el triunfo del “enemigo” (ya no adversario) ¿No conspira esta depravación de la competencia contra la solidaridad? ¿No educamos competitivamente en los colegios y escuelas donde exhibimos cuadros de honor, notas, calificaciones? ¿No estaremos convirtiendo al proceso educativo en una motivación negativa? Lo que el conductismo (el premio, las notas) vio como estímulo puede convertirse fácilmente en obstáculo y desinterés para quienes no alcanzan los famosos “objetivos” de la enseñanza.
Sin embargo, aún en las más extremas situaciones de desaliento el espíritu humano da ejemplos maravillosos en la preservación de la paz como el bien supremo de la gente. Para ejemplificar necesito que me acompañen desde el campo de las generalizaciones a un caso en particular: la Guerra de la Triple Alianza organizada por Uruguay, Argentina y Brasil contra Paraguay en 1865. Una mala idea desde todo punto de vista. Lo que según las previsiones del presidente Mitre duraría 3 meses, tardó 5 años. La Guerra tuvo un observador en sir Richard F. Burton quien escribió un libro dedicado a Sarmiento: “Cartas desde los campos de batalla del Paraguay” donde menciona un hecho admirable en medio de esta campaña por mantener la paz a todo precio. En el prefacio del libro (novela) que escribimos sobre el tema cuatro autores sudamericanos traté de avisar esta noticia para el siglo XXI. Transcribo el Prefacio y luego un fragmento del capítulo argentino de la novela. El capítulo uruguayo lo escribió Omar Prego Gadea, el paraguayo don Augusto Roa Bastos y el brasilero, Eric Nepomuceno.
PREFACIO DE “LOS CONJURADOS DEL QUILOMBO DEL GRAN CHACO”
Desde el 11 de agosto de 1868 y hasta el 21 de abril de 1869 el cónsul itinerante de Su Majestad, el capitán sir Richard Francis Burton escribe veintisiete cartas desde los campos de batalla del Paraguay como observador, que es decir espía, mediador, cronista, explorador, frenólogo, estratega, historiador, geógrafo, sociólogo, urbanista. Toda la visión de la vieja Europa de los siglos XVIII y XIX se trasplanta en la convulsionada Sud América, donde las dictaduras suceden a las montoneras, las anarquías a las asonadas. Ya no hay revoluciones. La misma superstición malgastada de repúblicas sembradas en un desierto de ideas regado con sangre, se convierte en rehén de grupos, corporaciones, estancieros y sátrapas de baja monta, que se disputan un poder siempre tambaleante, donde todos desconfían de todos, sin llegar a conformar un gobierno; que es decir instituciones que sostengan el equilibrio del poder.
El 1º de mayo de 1865, a causa de que las tropas del presidente Solano López habían cruzado por unos potreros supuestamente argentinos, se firma el “Tratado de la Triple Alianza ofensiva y defensiva entre el Imperio del Brasil, la República Argentina y la Banda Oriental contra el gobierno del Paraguay”, iniciando oficialmente la Guerra del Paraguay, Guerra Grande o Guerra de la Triple Alianza, que se extendió hasta el 1º de marzo de 1870. En medio de la devastación y la locura, cuenta el capitán Burton en la carta XXIII que “del lado opuesto del Río Paraguay, el del Gran Chaco, se ha fundado un amplio quilombo o establecimiento de fugitivos, donde brasileños y argentinos, orientales y paraguayos viven juntos en mutua amistad y en enemistad con el resto del mundo y la guerra”.
Entrando en el siglo XXI, cuatro autores de las cuatro naciones que se vieron envueltas en ese conflicto volvemos a escribir –como lo hizo sir Richard Francis Burton– las crónicas de una guerra que se azuza con el asesinato de dos presidentes (Venancio Flores de la Banda Oriental en 1868, y Francisco Solano López del Paraguay en 1870) y en la que oscuros intereses sobrevuelan como buitres los cadáveres de nacionalismos convertidos en fanatismos suicidas. Sir Richard se perdió en el espacio, las pampas y los pantanos extraños a su Inglaterra reina de los mares. Nosotros estamos perdidos en el tiempo y esa errabundia de las escrituras es al mismo tiempo virtud y defecto. Más fácil que hacer la historia de los hechos (no somos historiadores) es historiar lo deshecho. La guerra exterminó casi una generación de paraguayos, arrasó pueblos, fortificaciones e hipotecó el futuro de la arruinada nación. Hasta hoy no hay un argumento racional para explicar cuál fue el casus belli. El Paraguay se convirtió en el pandemónium de Milton, tal vez por eso el brigadier general y comandante del Ejército Aliado, Bartolomé Mitre, empezó a traducir el “Infierno” de la Divina Commedia en su tienda de campaña.
Nunca nadie ha ganado nada en ninguna guerra. Los oficiales de las cuatro naciones que desertaron de la contienda para formar el Quilombo del Gran Chaco también estaban perdidos en el tiempo, pensando por adelantado lo que todavía no ha sucedido hasta este ocaso del segundo milenio; perdidos como seguimos nosotros, pensando en un porvenir donde el militarismo, los ejércitos, las fronteras y las armas hayan pasado a ser patrimonios del archivo de la Historia.
Alejandro Maciel, Asunción, diciembre 2000.
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Antes de transcribir un fragmento del capítulo argentino me gustaría detenerme en esta frase de Roa Bastos porque es muy significativa para comprender los propósitos de esta novela:
“La historia no tiene final. Desde el principio de los tiempos siempre hubo hogueras de violencia destructiva. Y también siempre hubo el fuego del espíritu para purificar el daño conjurándolo a través del arte, que es más fuerte que la muerte”.
Fragmento de “Fundación y apogeo del Quilombo del Gran Chaco”
”Viernes 9 de abril.
”La primera vez que se habló del pacto de paz y de guerra a la guerra fue la noche después que el capitán Page enfrentó al comandante en jefe de la Armada paraguaya en Laguna Pirí. El ataque fue inhumano, cruel; un odio desconocido se encarnó en hombres que se volvían fieras unos contra otros, sin saber hasta cuándo. Noté que el rostro de un guerrero y el de una bestia cebada de muerte se parecen mucho; los ojos entrecerrados y fulgurantes como quien mide sus pasos y acecha, la boca en una mueca siniestra que parece olfatear la sangre de cerca apretando los dientes hasta hacerlos chirriar. La piel sudada, rojiza, caliente, brillante.
”En el fragor de la batalla se encontraron frente a frente el comandante argentino Fredo Marín y el capitán de la caballería paraguaya Alonso Benítez; clavaron las bayonetas en la tierra ensangrentada y uno de ellos dijo ‘Esto se tiene que terminar; hay que forzar la tregua cuanto antes’. Después se alejaron, cada cual en dirección contraria. Humeaba el campo cuando sobrevino el silencio. El cura capellán se acercó para decirme que todos estábamos derrotados y que los superiores pensaban reunirse para acordar la pacificación aunque fuera contra las disposiciones de Buenos Aires y Río de Janeiro.
“Viendo el campo incendiado y escuchando la voz pausada del cura, las ideas me golpeaban en la cabeza. ´La naturaleza, que es la escritura de Dios, nos enseña a ser sanguinarios´, dijo, señalándome un halcón que atacaba a una paloma en pleno cielo azul.
”Recordaba una tarde en la que el mismo capellán, el padre Gesio, dejó su breviario y empuñó un fusil cuando los paraguayos nos atacaron en el Paso de la Patria. Me estaba desnudando para dormir cuando se escucharon los aprestos; ágiles como tigres, se movían en la sombría intemperie las tropas enemigas en un asalto de guerrillas. La carpa del coronel ardía. Vi cómo el padre Gesio mudaba de hombre bueno y apacible a la cólera del terror. Se calzó un fusil y masculló: Vengan, perros de mierda.
“Después, quizás con la intención de expulsar las palabras de odio, escupió el suelo.
”Así me vi reflejado ensuciando el agua límpida de un charco, cargando mi fusil, grotesco. Por primera vez sentí una infinita lástima de mí mismo. Me vi miserable, indigente, inane entre el esplendor de la naturaleza multiplicándose sin cansancio ni tregua. ‘Ella nos enseña a crear la vida’, decía el cura Aurelio Khünn cuando nos enseñaba el catecismo. Después aprendí que la naturaleza también destruye las criaturas con la misma pasión. O el mismo odio.
”Entre la nebulosa de mis recuerdos aparece un pintor, casi lugarteniente de Mitre. Quería retratar la calamidad, el horror, la matanza que no termina. Quería pintar la sangre y –confesó algo cansado– no encontraba el color exacto para reflejar la muerte. La lividez ya estaba impresa en el rostro alargado de aquel hombrecito menudo. En un lienzo alargado fueron apareciendo caballos, banderas, humo, fusiles, y hombres tan diminutos que la imagen parece un juego o un sueño.
”Las fuerzas contendieron una tarde y una noche eternas. La fiebre me hizo acurrucar contra el tronco de un pindó cuando ya no daba más del cansancio, el hambre, la sed y el sueño, adulando a los dioses de la muerte para que viniera una guarnición enemiga a darme fin; pero mis ruegos, como siempre, no fueron oídos. Me consuela pensar que Dios estará tan lejos de mí que jamás me concedió un buen deseo o un vicio. No me ha dado bendiciones pero tampoco me entregó a la maldición. El mal, en todo caso, siempre vino solo.
”Cuando amaneció pude ver los cadáveres mal envueltos en cueros de buey flotando en el río, dejando un reguero rojizo; con las heridas abiertas, como esas medallas que condecoran a los valientes. Enfilaban silenciosos en la sepultura líquida de color bermejo. No deja de ser una ironía que la guerra galardone por igual a vencedores y vencidos otorgándoles esos trofeos póstumos de cuajarones y postemas, cuyo livor recuerda el vigor del héroe perdido, por última vez. Dos enormes buitres enflaquecidos encaramados a un despojo escarbaban en el vientre y en las cuencas de los ojos, arrancando tiras de carne pálida.
”El brigadier Aranda estaba malherido a unos pasos de mí. Escuché un quejido vago y llegué hasta él arrastrándome. Tenía un pozo en el pecho, obra de un chumbazo de mosquete a quemarropa. Estaba pálido, con el pulso acelerado, seca la boca y los ojos hundidos. Quería hablarme; tuve que ayudarlo a sentarse para que recobrara fuerzas.
”Dijo que se moriría pronto. Lo dijo bajo, con un dejo de voz que se atoraba a cada paso. Que todo esto no tenía sentido. Mencionó algo así como un complot que armaban para defenderse de la intimación del poder. No supe si la fiebre le ganaba la partida, pero las palabras salían límpidas, como quien está desesperado por decir algo importante. Me explicó que el poder es tan perverso como invisible. Me preguntó por qué peleábamos en esta guerra. No sabía qué decir. Pensaba lo mismo de los paraguayos, pero en nuestras filas tampoco sabemos bien por qué decidimos dedicarnos colectivamente al crimen, comandados por los superiores, que sólo imparten órdenes que reciben de sus generales y éstos, del poder central ubicuo, inasible, ciego a los destinos de los que combaten en el frente.
”Señaló el cielo con un dedo tembloroso y recordó que de ahí procedían todos los errores. Que imitando la idea del poder de Dios, los hombres se arrogaron el mando de decidir por todos, lo que el más fuerte cree que es la verdad. Que es obligación de cada cual velar por su destino y rechazar el mandato de cualquier gobierno que atente contra el bien del común.
”Entre estertores me informó que del lado del Gran Chaco –llamado Gualamba– se estaba gestionando un armisticio entre los delegados del Imperio del Brasil, de la Banda Oriental, del Paraguay y que él tenía la misión de llevar la voz de Argentina, que delegaba en mí. Después dio un larguísimo suspiro y entregó su alma, dejándome documentos y un papel donde figuraban las indicaciones para llegar al sitio de la tregua. Miré la apacible corriente del río que me separaba de la promesa de pacificación. El manuscrito, visiblemente estropeado, describía los términos de un contrato de pacificación entre los pueblos en lucha, repudiando la Triple Alianza ofensiva y defensiva armada para destruir la libertad de los pueblos, sujetándola a los caprichos de las potencias europeas. No me sorprendió encontrar la firma del comandante Fredo Marín junto a la del capitán Alonso Benítez rubricando el pliego de la Declaración llamada simplemente ‘Pax’. Maldice a la guerra en sí, a la que juzga un juego peligroso entre dirigentes que apuestan vidas humanas en vez de gallos para probar su fortuna a costa de la sangre ajena.
“Escribo de noche, cuando nadie me ve. Llevo el cuaderno conmigo, vaya donde vaya.
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Conclusión: la paz depende en gran medida de nuestras actitudes y éstas tienen parentesco con el aprendizaje. Pero no solamente el aprendizaje sistemático y formal de la educación; también el aprendizaje espontáneo y por observación de modelos. Si nuestros niños crecen en un ambiente de violencia doméstica (el 46% de los hogares en Paraguay sufre alguna forma de violencia doméstica según la última encuesta del Centro de Documentación y Estudios, Asunción, 2003) es de esperar que el día de mañana sus actitudes generales frente a los problemas no sean pacíficas. Si reforzamos este aprendizaje con la observación de modelos mediáticos violentos y transgresores, tampoco podemos esperar ciudadanos ejemplares en el futuro. Cabe preguntarnos a nosotros mismos lo que insinuó el fantasma del Cristo a Pedro al salir de Roma: ¿Adónde vamos? Quo vadis?
Al plantear correctamente las preguntas cualquiera puede pensar en las respuestas. Por otro lado, para vencer el desaliento, hemos visto que en las peores condiciones el espíritu humano es capaz de redimirse de la miseria. Que en medio de una guerra catastrófica, creció una comunidad pacifista comandada por militares al agonizar el siglo XIX.
Ergo: todo es posible.
Alejandro Maciel.
[1] Por eso, decimos que en las cárceles se puede aprender pero no educar desgraciadamente hasta hoy en nuestro medio ya que los reclusos se enseñan entre sí las mejores técnicas delictivas y no hay programas serios del Estado (salvo excepciones) de educación en oficios para reinsertar socialmente a los condenados una vez que cumpla su pena.
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