miércoles, 7 de marzo de 2007

LA LECCIÓN DE ZARATUSTRA / LOS PROFETAS Y SUS VISIONES


“LA RELIGIÓN DE LOS MAGOS”


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Antes de reconocer los préstamos que el monoteísmo debe a otras religiones conviene saber que el profesor R. C. Zaehner escribió un valioso libro “The teaching of the Magi” Edit. Sheldon Press, London, 1956. La versión en español (no leo fluidamente inglés, recuerde el lector que está tratando con un autor averiado intelectualmente por un tumor que aunque benigno, no ha dejado de producirle taras a lo largo y ancho de su vida, entre ellas la imposibilidad de ser políglota) “La doctrina de los Magos”, Edit. Lidium, Barcelona, 1983. Este libro
Los ángeles son factura caldea ya reconocida siglos antes de la aparición del monoteísmo en cualquiera de sus formas. No hace falta decir que el diluvio universal había pasado por todos los pueblos y el relato de la familia que se salva en una barca se podía leer tanto en Ugarit de Fenicia como en Tracia y Capadoccia. El dios que nace de una virgen era un argumento generalizado en la antigüedad; casi todos los dioses precristianos habían nacido de una mujer intacta porque así lo requería la divinidad que es pura y no admite la mancilla de la raza humana. Los lascivos dioses griegos no perseguían sino vírgenes para desflorarlas en medio de la flora silvestre: abramos una página de Hesíodo u Homero y no leeremos otra cosa que las tropelías de Apolo detrás de Dafne o el Padre de los dioses, el mismo Zeus disfrazándose de todas las apariencias que le facilitaban la fauna y la meteorología para estuprar niñas que no conocían varón alguno. Ya sabemos que las escrituras antiguas son lo que usted quiera estimada lectora, ensimismado lector, menos originales. La rapiña intelectual se fomentaba con entusiasmo dionisíaco entre compiladores, autores, profetas y visionarios. ¿Qué nos enseña el profesor Zaehner? En el capítulo 10 (“La resurrección del cuerpo y la vida perdurable”) ¿Le suena estimado lector, prevenida lectora? Nos cuenta las peripecias del Apocalipsis mazdeo. El predeterminismo no parece contar para la especie humana en este credo; pero está casi le diría que meticulosamente planificado para dioses y semidioses que alternan en la arena de la lucha cosmológica cuyo final ya está diseñado de antemano en las barajas mazdeas. Esta cosmogonía es lo que yo llamo una lectura edificante porque en ella no son los hombres y mujeres sino los dioses quienes deben cumplir su destino. El dañino Ahrimán sabe que será inexorablemente vencido y como en las películas de bajo presupuesto con las cuales Hollywood atiborraba las siestas sudamericanas, los convictos, los perversos y los maliciosos saben lo que les espera; pero como la acción (el espectáculo debe continuar) requiere criaturas obstinadas, la contumacia es la virtud de esta gente que lucha para perder. Todos conocemos el final, empezando por los espectadores: la justicia que siempre triunfa en el cine y rara vez fuera de él, el amor que dura eternamente en el cine y rara vez sobrevive diez tranquilos años fuera de él, la enmienda del despotismo que ya ni en el cine se ve. En esta lucha de inmortales que ha narrado la profecía mazdea no habrá sorpresas porque todos, piadosos y maléficos conocen la trama que la complicación de un mundo ingobernable ha tejido desde el principio de los tiempos. Si quisieran refugiarse en el olvido, bastaría con repasar el manual de protohistoria para disolver la amnesia ya que todo está escrito de antemano en los textos Avesta. Basta leerlos para conocer la historia del futuro. El principio de la apocatástasis es el único soberano de estos acontecimientos: todo volverá a su punto de partida, tal vez para repartir de nuevo los naipes e iniciar una nueva partida en la que los caballos y los reyes ocupen jerárquicamente los puestos que les correspondan y no, tal como están las cosas, en un mundo gobernado por caballos y secundados por sotas o palafreneros.

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LOS PROFETAS DE LA BIBLIA




Profetizar era otra forma de poetizar; o, dicho al revés, la buena poesía siempre es profecía. Ser profeta en la antigüedad judía era un oficio algo escandaloso nacido de los recovecos del rito. Los primeros profetas eran también sacerdotes de Israel pero después poco a poco la figura del profeta se apartó del Tabernáculo para vagar por ciudades y desiertos vigilando la Ley. Esta verdadera gendarmería religiosa era la conciencia pública del rebaño elegido y aunque estamos acostumbrados a asociar “profeta” con “profecías” la principal función del profeta judío era ser la conciencia viva del pueblo y hasta su remordimiento como sucedió con el Bautista frente a Herodías. Volvamos los pasos al pasado; Herodías era hija de Aristóbulo, hijo de Herodes el Grande y por tanto, de casa de los Macabeos. Se había casado con su tío, Filipo con quien tuvo una hija llamada Salomé pero la artritis, los mareos, la próstata adenomatosa terminaron cansando a la esposa y abandonó al marido para convivir, como diría el antiguo código penal “en ilegítimo concúbito” con otro tío: Herodes Antipas, tetrarca de Galilea según ya vimos en la historia de los Herodes. El historiador Flavio Josefo, en “Antigüedades Judías” XVIII, v, 1, 4 comenta los pormenores de la ejecución de Juan el Bautista ordenada por Herodes Antipas ante el humo de insurrecciones que levantaba el Profeta con sus inflamadas arengas. Los evangelios nos dan una versión un poco más compleja y vinculada al adulterio de Herodías (Mateo 14:1, Marcos 6:14, Lucas 9:7) propuesta en estos términos: Juan el Bautista sabe que la reina ha cometido dos incorrecciones que él considera verdaderas infracciones a la moral: es adúltera y está amancebada con su tío. Piensa que los personajes públicos están para dar el ejemplo y no para escandalizar al pueblo, al que los profetas trataban de preservar de las influencias nefandas. Acusa y acosa noche y día en su prédica a la pareja real insinuando de paso que si el rey está en falta, el pueblo es libre de obedecer su conciencia desobedeciendo al gobierno. Desde que el mundo es mundo, los dirigentes únicamente buscan conservar y acrecer su poder; cualquier minusvalía en este sentido les parece sediciosa y tratarán de sofocarla cueste lo que cueste. Herodías siente la humillación pública de ser detestada y vilipendiada por el solo hecho de haber cambiado de cama sin pedir permiso.
Juan el Bautista no tiene los ojos en la tierra de pecados sino en el cielo esenio donde todas las almas son puras y el cuerpo es no es más que una imagen que negocia el alma para entenderse con el mundo de la materia. ¿Qué le pueden interesar las razones de Herodías, del hartazgo del desvencijado cuerpo de un tío para pasar al otro? Observemos con detenimiento cómo se instala un conflicto en el mundo exterior y en la conciencia humana.
Como todos y todas recordarán, Herodes Antipas frente a la amenaza de insurrección decide encarcelar al Bautista para apagar su campaña proselitista. No lo hace matar a pesar de las insistencias de su concubina y sobrina porque en el fondo siente respeto por esa figura adusta que vive en el desierto purificándose con ayunos y mortificaciones y que profesa una idea del bien basada en el respeto a la ley, lo que no es nocivo para un gobierno. También recordarán, repito, una fiesta en el palacio real en la que no faltan visitas extranjeras y vino generoso. Ustedes ignoran seguramente los pesares del poder. No hay penitencia más dura para alguien que llevar las riendas de un pueblo díscolo y después de una dura jornada de edictos y despachos reales, nada mejor que un buen Malbec para alegrar el espíritu por medio del cuerpo y entonces Herodes Antipas propone un brindis y pide a su hijastra Salomé que dance para los presentes; hácelo la muchacha a cambio de un deseo “lo que pidas, se te dará, doy mi palabra de honor” promete el tío-padrastro frente a los invitados, aunque de su honor no quede mucha tela por cortar. Como todos sabemos, Salomé baila y al terminar va directamente junto a su madre a pedir asesoría. ¿Qué exige Herodías como recompensa por la danza? Pide la cabeza del Bautista en una bandeja; y Salomé públicamente proclama el precio de su ovación. “Ella instruida por su madre, dijo: “Quiero aquí en un plato la cabeza de Juan el Bautista”. Entonces el rey entristeció, pero a causa del juramento y de los que estaban con él a la mesa, mandó que se la dieran”, dice el evangelio de Mateo.
¿Quién es responsable de la decapitación del Bautista? ¿Herodías, que deseaba ver muerto al profeta? ¿Salomé, que pide ese precio? ¿Herodes, que da la orden aún contra su declarada voluntad? ¿El verdugo que lo ejecuta? ¿Dios que manda a Juan a predicar mensajes peligrosos? ¿El mismo Juan que, conociendo las leyes del poder las desafía? Usted me dirá de inmediato: “Pero Juan decía la verdad”, y aquí, querida señora, cauto señor entramos en el ámbito ambiguo de la función social de la verdad. Aceptemos que el adulterio es verdad, ¿hacia falta predicarlo a los cuatro vientos? ¿Perjudicaban notablemente la salud pública de Judea las relaciones sexuales entre Herodes y Herodías? ¿Era ocasión de guerras y exterminios masivos? ¿Producía cataclismos y calamidades, calentamiento global, deshielo de glaciares? ¿Acarreaba epidemias? Siempre resulta sospechoso el puritanismo de los fanáticos; si analizamos bien, eventualmente es una cuestión de conciencia entre Dios, Herodías y Antipas la carga de prueba de esa verdad. También es verdad que padezco hemorroides pero poca gracia me haría que mi proctólogo lo publicara en el periódico alegando que “no miente”.
Finalmente Juan es decapitado según testimonia el pasado. Lo que nunca podremos afirmar sin asomo de duda en este presente continuo que se llama futuro es el nombre del asesino o la asesina, si no ha sido un suicidio.
Los profetas de Israel nacieron del sacerdocio pero después se apartaron como personajes públicos cuya misión era vigilar el cumplimiento de la ley y denunciar su perjuicio. Como policías de la Torá, los “nabís” se reconocían por el celo de la norma jurídica antes que los auspicios, las adivinaciones y la magia sobrenatural de anticipar el futuro. Como todos, tenían sueños pacíficos y sólo ocasionalmente las pavorosas pesadillas que al ser escrita sobrevivieron en la imaginación del pueblo. El historiador James Parkes en su “Historia del Pueblo Judío” (Editorial Paidós, Buenos Aires, 1982) lo dice con más propiedad: “Los grandes profetas de antes del exilio culminaron con Isaías y Jeremías. Ambos eran grandes estadistas, conocedores de las condiciones sociales y políticas de la época. Porque la idea de que la tarea principal de un profeta era vaticinar el futuro , surgió mucho más tarde. Su misión primordial consistía en decir las cosas públicamente, no en profetizar el mañana. Las injusticias que sufrían las clases más oprimidas tanto en la ciudad como en el campo constituyen el tema permanente de las acusaciones de los profetas. No cabe duda de que los reinos de Judá e Israel no eran mejores que sus vecinos. Son interesantes, no por la superioridad de sus virtudes sino porque contaban entre sus moradores a hombres que sabían que esas cosas eran malas y tenían el valor de proclamar que podían y debían extirparse”.
Ezequiel profetizó en el exilio babilónico aunque Van der Born y Kuhl admitan que empezó su oficio en Palestina pero eso se debe al temperamento teutón, pugnaz con toda forma de ideas aceptadas. Fue también, como Jeremías, ministro del culto tarea de la que se irán separando los sucesivos profetas Daniel, Isaías y los doce menores. Durante su servicio proclamó el principio de la responsabilidad individual: la culpa “in re” (en la cosa) es decir en el sujeto, frente a conceptos anteriores que adjudicaban culpas generacionales como la de Adán, Eva y mi parte en el pleito. Nunca acepté estas generalizaciones jurídicas, yo no robé ninguna manzana ni estuve en el Paraíso, nada tengo que ver con las infracciones de Adán y Eva. Si Yahveh desea probar mi obediencia que me envíe la víbora, el árbol el ángel y el decreto. Si no cambia las condiciones, siempre optaré por el árbol que me dé conocimiento; poca gracia me hace ser feliz en la ignorancia y todos ya sabemos que los idiotas son felices naturalmente.
La visión de Jeremías 10: 9-15 me produjo la primera crisis de pánico que recuerde en mi ajetreada vida. Piénsela usted simbólica o (mucho peor) literalmente, la visión no admite el menor recurso de piedad a la imaginación. Fue mi primer trauma intelectual gratuito e inesperado. Durante una clase de doctrina cristiana que nos administraban como requisito previo a la primera comunión en el colegio religioso en el que mis padres me habían confinado, la catequista habrá querido deslumbrarnos enseñándonos la “gloria de Dios” con ayuda de una lámina donde un inspirado por algún furor perverso trazó a vivos colores la criatura construida de ojos abiertos, alas entrecruzadas, garras, ruedas y las cuatro cabezas (león, toro, águila y hombre) que contagiaban de terror la almáciga fértil de mi imaginación solitaria. Desde pequeño tuve lo que mi tía Victorina llamaba las tres “T”: temeroso, tímido y tonto. No sé si el tiempo aminoró los tres defectos pero recuerdo perfectamente las consecuencias de la homilía catecumenal ilustrada; la imagen de la visión de la visión de Ezequiel me perturbó a tal punto que me vi obligado a variar mi oración nocturna. Ya no rogaba piadosamente por el bienestar de mi familia; hice un canje, dejé a mis parientes librados al azar a cambio de que a mi muerte no se me enviase al cielo porque mi terror a esa pesadilla superaba holgadamente las promesas de bienaventuranza que por otra parte nunca había experimentado. Llegó a tal extremo esa idea persecutoria (indudablemente de índole fóbica según deduzco hoy) que conjeturaba que de no ser asignado al cielo se me enviaría al infierno, pero me consolaba saber que esa topografía ya me era vagamente conocida porque las monjas la usaban como amenaza cada vez que debían reprimir delitos menores. Sabía que había llamas y el fuego no me disgustaba, sabía que era eterno y eso significaba que no me moriría, sabía que los demonios tenían, alas de murciélago y colas con arpones pero su anatomía me era indiferente. Sin embargo el mapa del cielo y el “Trono de Dios” no hacían tanta falta como estímulos morales y ahorraban esas descripciones del catálogo del más allá. Lo poco que pude descubrir aquella tarde inocente a través de la figura de la visión ezequeliana me producía escalofríos; no me era posible esperar nada bueno a juzgar por esa muestra. Mi concepto del cielo que ya era algo castrense se volvió terrorífico; esperaba una Ciudad de Dios poblada de monstruos llenos de ojos, cadáveres, ataúdes y helicópteros que eran las cosas que más me atemorizaban. Había visto accidentalmente un helicóptero (venido del cielo nuevamente) y mi familia no acertaba a explicar qué era aquella cruz que volaba haciendo tormenta con el cuerpo negro” que yo describía. En el campo donde pasé mi primera infancia no había cine, TV, ni revistas. Cuando me internaron en el colegio religioso donde cursé los primeros grados en la ciudad de Bella Vista ya me llevé el trauma del helicóptero que había visto en el campo.

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