viernes, 2 de febrero de 2007

Los sueños de Julio César


LAS LITURGIAS Y LOS SUEÑOS DE JULIO CÉSAR

El personaje central de la historiografía del Imperio Romano está centrada en la figura de Cayo Julio César que nunca fue emperador (Imperator). Es imposible analizar la figura de un personaje que dio tanto qué decir a Suetonio, Plutarco, Marco Bíbulo en sus edictos, Tanusio Gémino, el mismo César redactor de las “Guerras de las Galias” y otros historiadores de la época. Siendo cuestor, viajó a Cádiz cuando contaba treinta años; en el pórtico de un templo vio la estatua de Alejandro y se angustió pensando que a esa edad el macedonio ya había conquistado el mundo y él no pasaba de ser un funcionario de segundo rango. Decidió regresar a Roma y en el camino soñó que fornicaba con su propia madre lo que los augures interpretaron como promesas de gloria ya que la Tierra es nuestra madre común y la unión con ella significaba posesión segura.
El tema de los sueños tiene prestigioso prontuario en la civilización; hay escritos muy vetustos como el Tratado de los sueños del Atharva Veda de la India, la Biblioteca de Asurbanipal y el Lexicon de Artemidoro (que de la oniromancia pasó a la onirocrítica), y otros célebres tratados se fueron perpetuando al paso de los siglos tratando de descifrar el futuro en las imágenes confusas que vemos entre neblinas. Ya desde la antigüedad se sospechaba que soñamos imágenes sueltas y al despertar les otorgamos cierto sentido para organizarlas argumentalmente, aunque sin el auxilio de la lógica que ordena la realidad que armamos en otro plano. Por eso, en el sueño podemos ser padres de nuestros abuelos ya que los reflejos de las pesadillas no leyeron a San Agustín y no saben distribuir cronológicamente los hechos ni respetar las fronteras que separan lo real de lo ficticio, ni distinguir lo que es natural de lo que es fantástico. Con toda seguridad admitirán a medias lo que digo porque el pensamiento racional cree haber encontrado la fortaleza que lo resguarda en la tecnología, la ciencia o las religiones establecidas. Pero el pensamiento mágico que expulsamos por la puerta de la razón, entra de nuevo por la ventana; sesudos doctores siguen consultando el horóscopo o las cartas natales con la misma fe con la que hace tres mil años lo hacían los estadistas en Babilonia. Sin duda el Islam fue el primero en sistematizar lo que se sabía acerca de los sueños y esto permitió que, por ejemplo, el teólogo Abdalgani an-Nabulusi hacia fines del siglo XVII nos dijera que los sueños agradables vienen de Alá; las advertencias son de origen diabólico y los sueños de acontecimientos personales sin mayor importancia provienen de nuestra propia fantasía. Páginas más adelante del voluminoso tomo que tituló; “Ta´tir al-anam” nos advierte que hay dos tipos de sueños: los verdaderos que nos envía la divinidad y los falsos que se originan en nuestros deseos desordenados, los sueños sexuales que necesitan ser exorcizados, aquellos en los que recibimos amenazas (son diabólicos, tretas de Satán, y por tanto, carecen de importancia), los que ocasionan hechiceros que nos malquieren y agobian nuestro descanso, y por último los sueños en los que nos vemos desde el pasado, como si fuésemos más jóvenes. Cuando ya creímos estar abrumados tratando de separar la mies de la hez entre las innumerables secuencias que hemos soñado alguna vez, el teólogo nos advierte que también los sueños verdaderos se clasifican. ¿Cómo distinguir un sueño verdadero de una falso?, me preguntarán en esta instancia. El teólogo que nos guía en ese brumoso mundo hecho de nada, nos aclara que si en el sueño hay paz, tranquilidad, buenas comidas y ropa magnífica, el sueño es verdadero. Traducido; un ambiente sereno con gente vestida a la alta costura, canapés y un buen merlot, no puede sino ser verdadero. Todas las pesadillas, como ya presentíamos, son obstinadamente falsas. Los sueños verdaderos, continúa, prosigo, son clarividencias divinas cuando uno advierte sin sombra de dudas que ha soñado esto y aquello, porque en tal caso Dios (nos explica) ha enviado al ángel de los sueños llamado Sadiqun hasta nuestra cama para llevarnos el mensaje. En un segundo orden están los sueños buenos con noticias agradables que vienen de Dios, como así también las noticias funestas que nos envía como advertencia. Aquí necesito detenerme. Si Dios me envía noticias funestas (que me quedaré calvo, que me cerrarán la cuenta bancaria por saldo negativo, que el editor se negará a publicar este libro) yo no tendré los elementos necesarios para discriminar entre esta advertencia aciaga que me envía Dios de un sueño falso que me produce malestar. En un tercer orden están los sueños en los que Sadicun nos muestra comparaciones seguras entre lo que es bueno y malo para facilitar nuestros discernimiento en cada caso. Por ejemplo, estoy en vísperas de concretar un negocio. Sadicun me visita de noche y acariciando mis párpados me hace ver una higuera frondosa ahíta de brevas; luego un naranjo tan cargado de frutas que las ramas se comban a su peso. Sería estúpido de mi parte no interpretar que el negocio será fructífero ya que con frutas me lo enseña el amable ángel. Cuando el teólogo ejemplifica, no resulta ejemplar. Dice en un apartado que si sueño que el ángel me dice: “tu esposa te quiere envenenar por medio de tu amigo fulano” es una advertencia doble; por un lado me insinúa que mi esposa es infiel y por el otro me señala con quién. Si espero que siga susurrando ya advierto que el mensaje me llevará a cometer alguna canallada para lavar la afrenta, de modo que prefiero despertar y dejar vivos al traidor y la adúltera. Luego el teólogo elabora una ingeniosa teoría, de larga tradición entre los sufíes, para explicarnos que cuando dormimos nuestro espíritu se expande como la luz de una lámpara y visita regiones desconocidas por nuestras anatomías. Entra en algunas recomendaciones que podrían ser tramposas: si un niño nos dice algo en sueños, es declarada verdad ya que, según el teólogo, los niños aun no aprendieron a mentir. Evidentemente, concluyo, o los niños iraníes son muy virtuosos o el teólogo no conoce a mis sobrinitas. Con idéntica base nos asegura que si es un animal el que habla, es cosa cierta lo mismo que si un finado nos revela algo, debe ser verdad porque “en la morada de la muerte no se admite la mentira”. Ignoro la fuente en la que se basa un vivo para hablar con tanta familiaridad del mundo de los muertos. Puedo decir que varias tías mías que en vida me embaucaron, después de muertas siguieron cultivando la sana costumbre mientras yo inocentemente dormía. Un médico de Bagdad anotó más de veinte sueños que había tenido entre el 3 de agosto de 1068 y el 4 de septiembre de 1069. Si el “Organon” aristotélico no se perdió en la Edad Media fue gracias a un sueño que tuvo el califa al-Ma'mun en el que conversó largamente con el filósofo quien lo instó a ordenar la traducción al arábigo de sus libros. Si sabemos que el papa Benedicto VIII está efectivamente en el Cielo se lo debemos a las plegarias de los monjes de Cluny y al sueño de una beata que lo vio saludando a los ángeles y las potencias . Estos sueños de verificación del más allá (que un pariente difunto no nos guarda rencor, que las misas que encargamos lo sacaron del Purgatorio) están en relación con el acto de dormir que desde los viejos tiempos se consideró como una especie de muerte menor. Como se enseña que Alá no tiene forma humana, ni animal ni vegetal: no tiene forma alguna los musulmanes nunca sueñan visiones de Dios, ven un símbolo en su lugar (el mithal ) como si en vez de soñar conmigo, soñaran que están leyendo el libro que tienen entre las manos que es un símbolo de mí que los protege de la pesadilla de verme aparecer. El sueño también es el dulce puente entre nuestras dos vidas: la de vigilia y la que nos mantiene dormidos, un puente que nos libera momentáneamente de la tiranía de los deseos y la cárcel del cuerpo, que es degradación, sufrimiento y carencias. La muerte, como enseñan los sufitas y antes los gnósticos, es la llave maestra que abre la cárcel del cuerpo para que el alma vuele libre hacia su sitio de origen en las alturas.
Según lo poco que sé, Sigmund Freud fue el primero que obligó a los sueños a girar la cabeza hacia el pasado, viendo en el imaginario onírico símbolos de nuestras historias personales, rastros dejados por recuerdos, situaciones traumáticas, conflictos, terrores, angustias que nos obligan a mirar dentro de nosotros mismos para hallar los significados. El Jano bifronte del sueño desde entonces tiene un rostro más amable a las ciencias mirando al pasado y otro relegado a la magia escudriñando el futuro y buscando en el mundo externo, en la realidad, acontecimientos que los justifican. Este sueño de Julio César puede ser interpretado (no olvidemos que interpretar viene del latín y, entre otras cosas, se refería a explicar) tanto desde el Psicoanálisis por las fantasías incestuosas que desata el complejo de Edipo, como desde el ámbito de la oniromancia, como hicieron los arúspices. Más enigmático que plantear explicaciones acerca del significado me parece que deberíamos preguntarnos ¿qué es el sueño? Si tenemos en cuenta que normalmente una persona duerme cerca de ocho horas diarias, fácilmente podemos ir calculando: en una semana habremos dormido 56 horas, en un mes 240 horas que equivalen a 10 días enteros; en un año 2920 horas que suman 122 días. Cuando cumplimos 30 años ya hemos pasado durmiendo 10 de ellos. ¿No es mucho tiempo? ¿Qué sucede en ese interregno en el que no tenemos gobierno sobre nuestras conciencias y mucho menos sobre nuestros actos? ¿Quién comanda el barco? El de Julio César lo llevó a la suerte ya que desde ese regreso de Hispania Ulterior comenzó su ascendente carrera como cónsul y no se detuvo hasta llegar al gobierno de Roma. Ya volveremos sobre el tema del sueño con cualquier otro pretexto.
En el verano del año 46 a. de C. al regreso de Tapso donde había tenido aplastantes victorias militares, subió de rodillas las escaleras del Capitolio y se prosternó en oración de gratitud frente a su propia imagen esculpida en bronce sobre un zócalo en el que el Senado había hecho inscribir: “A César, el hemitheos” (semidiós). Este acto de autolatría y autoveneración es el primero del que tengo noticias entre la sorprendente y variada fauna humana. Es la materialización de la egolatría llevada al suburbio de los buenos modales.
Alejandro Maciel

________________________________________________
________________________________________________



JOB, O LA DEPRAVACIÓN DE LA JUSTICIA.



La historia a contarles podría ser abreviada de este lacónico modo: la observancia de las leyes no garantiza a nadie una vida dichosa.
Si se me permitiese (qué otro recurso le queda al lector o lectora, pobre gente…) la usura de restarle todo el sentido teológico al Libro de Job, texto irrefutablemente religioso, les pediría que me acompañasen a hurgar su argumento para demostrar lo que digo: la ley no siempre ampara a quienes la observan, la justicia puede ser una trampa.

I

Había una vez un hombre en la tierra idumea de la ciudad de Hus, puro de espíritu, incondicional a la obediencia de Dios siendo el más poderoso de los hombres del naciente. Este hombre se llamaba Job.
La abundancia de los bienes, que vienen y van le otorgó la felicidad que pueden garantizar las cosas efímeras. Tampoco le faltó el respeto que pagamos a la numerosa servidumbre cuando nos rodea. El júbilo acompañó a su casa, su esposa, su hacienda que al pacer clareaba los valles; sus hijos y su alma.
Por las noches, meditaba tratando de descifrar en el mundo que lo rodeaba la escritura de ese Dios misterioso al que amaba más que a sí mismo; sin esperanzas de sentirse recompensado, ni saber si era amado o detestado más allá de sus propios dominios. Por un lado la vastedad del cielo que parecía envolver la tierra con una galería interminable de luces y destellos. A la izquierda de la torre de Hus el árido desierto de piedras rojizas perdiéndose entre caminos invisibles que en las siestas reverberaban como la llama de una alcuza. A la diestra, la llanura verdosa del collado umbrío que se adivinaba en los olores de la noche, en los susurros de las palmeras en lo alto, en el crujido transparente de la hierba bajo el plenilunio.
Aquella noche Job, el hombre de Hus presintió la soledad por primera vez, como un mensaje escrito en símbolos que están grabados en el desierto y en las ondulantes dunas, en la llanura esmeralda, en el curso sinuoso de las aguas que bajan por la pendiente, en el pedregal estéril, en el día santificado por la luz y en la noche profunda de misterios. En todo leyó fragmentos de un mensaje cifrado y tuvo la inquietante sensación de ser leído al mismo tiempo. Después, se durmió para soñar un arenal de dunas, un desierto de piedras y una llanura verdecida por la luz. Algo, o alguien (el sueño como el de todos, era confuso y parco) lo condujo al desierto y en el desierto a una gruta socavada entre la roca donde se encontró después de instantes de angustia, con una mujer cuya serenidad invitaba al sosiego. Vestía una larga túnica blanca llena de pliegues que la suavidad de la luz marcaba tenuemente. “Venimos del verdor y vamos al desierto”, saludó al sueño de Job. Aunque la visión resultaba benéfica, Job presintió cosas aciagas porque lo que no decía la mujer lo decía el paisaje hosco de la caverna. En un rincón, goteaba agua. El eco incansable de las gotas se hizo insoportable igual que el viento de la desgracia que sopló toda la noche desde el desierto.
Job también soñó con el trono del Cielo y a la criatura perversa negociando con el Altísimo unas apuestas desconocidas.[1]
Pasó la noche llegó la alborada que despertó a la pesadilla a Job. El horizonte polvoriento trajo un jinete que se acercaba, sofocado. “Tu hacienda y tus pastores han sido aniquilados por los sabeos durante la noche, soy el único sobreviviente de la masacre y he venido a darte la noticia”. Job miró el suelo y recordó al instante dos abismos bajo las flores de loto en la ciénaga espesa: Behemot, la prueba furiosa del poder del Señor.
El hombre mortificado se hundió en sus recuerdos pensando que la justicia pide resignación cuando vino otro mensajero: “una lluvia de fuego cayó sobre tus peones y tu rebaño, sólo yo pude salvarme para avisarte todo lo demás fue arrasado por el fuego”. Volvió a Job la turbidez de aquel sueño[2] con sus juncos uniformes, la fístula de bronce y la nasa, inútiles ante la cólera de Leviatán, el monstruo que acecha en los humedales. Recordando el sueño, volvió a soñar: la respiración sofocante que incendia la noche, los ojos que paralizan a los inocentes, la coraza de piedra que defendía el corazón invulnerable de la bestia.
Job se compadeció de sí mismo; apartó sus ojos del resplandor del día que regocijaba el desierto cuando escuchó otro mensajero, otras penurias: “tus hijos e hijas celebraban cuando el viento del desierto entró por puertas y ventanas a derrumbar la casa donde comían. Murieron todos, únicamente he sido salvado para informarte”.
Job cayó de rodillas desgarrando sus vestiduras mientras desde la pesadilla ascendía Leviatán del el abismo, haciendo hervir la ciénaga como si fuese una inmensa marmita; trillando los sembrados con su quijada inmortal a flechas y venablos. La ley del Señor así lo hizo.
Job, desamparado, cantó una alabanza:
“Tal como me entregó la matriz, desnudo, al mundo / he de volver a estar sin oros ni atavíos: desnudo / prestada mi carne miserable, el cuerpo desgraciado / al que quita Quien dio sus desventuras: el destino”.


II


La eterna disputa en medio del Cielo reinició. Todos los hijos de Jahveh, entre ellos Satanás se delegaron frente al Digno de toda alabanza como decía su víctima en la tierra: Job, el justo.
¿Ha visto la firmeza de mi hijo Job que permanece fiel a pesar del infortunio?
Piel por piel, insidió el Tentador, hasta ahora has respetado su cuerpo pero escarmienta su hueso, hiere su carne y verás, oh Creador cómo blasfema en tu propia cara.

Llovieron sobre el paciente Job úlceras y roñas que ensuciaron su piel desde la cerviz al calcañar. Pústulas y diviesos se abrían a la intemperie exudando un líquido viscoso y purulento. Inútilmente imprecó la esposa y rogaron sus allegados cubriéndose de cenizas como muestra de escándalos y oprobio ante el pecado. Job, tendido en el suelo áspero soñaba el bien con los ojos llagados por el mal.
¿Recibimos de Dios la felicidad y hemos de rechazar los dolores?, preguntó.
Volvió su mirada resignada a la oración porque pensar en Dios ya es una forma de alabanza. Invocó las tinieblas de Leviatán contra el día que lo vio nacer. Comprendió que estaba solo porque el dolor no se comparte; se arrepintió de todas las acciones que ofenden al Señor, las pretéritas y las futuras; de todas las intenciones que lo desobedecen y aún de los sueños impíos.[3] Se arrepintió de la materia ineficaz de la que estamos hechos. Se arrepintió del arrepentimiento. Y Dios lo tuvo por su mayor testigo en la tierra.
Pasó el tiempo, inexorable. Yahveh devolvió sus bienes a Job; hacienda, casas, hijos e hijas, todo llegó a superar en beneficios a lo expropiado por el mal. Curaron sus llagas y el precio del recuerdo hizo fortuna de todos sus infortunios. Larga fue su vejez y pacífico su atardecer en el mundo.
Murió Job entregando como todos, su alma al misterio y su cuerpo a la calamidad de la disolución. Una luz excelsa llenó el tránsito y sintió en sí la ingravidez de los espíritus donde cada hombre es igual a la multitud de los que lo conocieron durante una vida. Igual a todos los resplandores.
También ante la Gloria se sintió solo.
Vio la Tierra en la que los cuatro elementos primordiales están tejidos con tanta intimidad que únicamente lo percibimos cuando la muerte adormece nuestros sentidos; largos tramos de una hebra translúcida que manufacturaban las Parcas, administradoras del tiempo humano, devanando y tejiendo sin cansar la madeja de las vidas que otros llaman destino y no es más que la manufactura de las tres viejas ancestrales. Una cadena de luz atada a los cielos[4], los hacía girar a partir de una fuerza invisible. A su amparo se congregaban las diminutas esferas iridiscentes que, encajadas unas en otras, justificaban el infinito concéntrico del universo. El sigiloso paso de la Luna cruzó la ronda dejando el palor de las huellas como quien camina sobre arena mojada. Vio la Sirena lunar, mitad pez mitad ángel; escuchó su voz entonando las primeras melodías de la escala armónica que corean las ocho voces de los ocho círculos y es la música del cielo. Siguió un esplendor más brillante que el de la arena reverberante cayendo a plomo sobre el sol en el desierto. Hasta el sol se afantasmó perseguido por la luz. La Sirena solar encantó el círculo con el cuerpo parpadeante como las llamaradas del crepúsculo al agonizar la luz diurna y después vio aparecer a Venus y el sexto círculo que lo envolvía. Escuchó la tercera voz del coro de las sirenas. Densas vaharadas de vapor o niebla ocultaban la marcha del astro mientras del lado opuesto se abría paso la voz vigorosa y monocorde de la Sirena de Marte que apareció impregnada del color de fuego que emanaba su atmósfera. Tenía el cuerpo de pájaro, recordándonos que siempre aspiraremos a volar más alto que nuestro destino; acaso un halcón gigantesco con las alas cruzadas delante del pecho y el rostro adolescente, de una belleza sensual que recordaba vagamente el de las niñas perversas de la costa eritrea, las que jugaban con el sexo sin saber lo que hacían convidando a los forasteros a coyundas indignas, propias de las famosas rameras babilónicas. La criatura, espantosa de belleza fijó su mirada clara en Job y éste tuvo compasión del recuerdo de su cuerpo llagado por primera vez hasta que Marte la ocultó en uno de sus retrocesos antes de perderse en los confines del recinto rojo. Con el tercer círculo volvió la serenidad en la blancura pacífica, el inmenso Júpiter y su Sirena blanca, mitad pez, mitad mujer que nos recordaba que alguna vez todas las criaturas salimos del mar. Vio la esfera cristalina que se desplazaba con lentitud arrastrando a la criatura pálida y su canto. Del segundo círculo llegó la otra nota de la armonía celestial con Saturno, sus anillos y su Sirena encerrada en un cubo transparente del que solo emergía la voz. La visión, o su recuerdo (la muerte cesa la sucesión que nos hace pensar en un “mañana” “ayer” o “después”) se hizo vertiginosa frente al infinito que nunca ha sido visto, como Dios. En el primer círculo ondulaba la pared de estrellas fijas tan brillante que aún los colores nunca vistos competían con el rojo, el verde y el profundo azul del fondo. Vio todas y cada una de las constelaciones en su lento movimiento eterno. Vio, una a una las doce casas del cielo: arqueros, leones, cabras, dragones, ovejas y mellizos de un jardín perdido retratados en el mapa del cielo. La Sirena estelar daba la última nota al concierto del universo. En la eterna estancia, muralla de la fortaleza de cristal, las tres Hijas del cielo y la tierra tejen en silencio las vidas mezclando hilos del pasado con la luz del porvenir, vestidas de blanco las viejísimas hijas de Temis toman crepitantes hebras de tiempo y las devanan entre sus dedos huesudos creando la ilusión de los mundos inferiores: la fe de instantes que pasan definitivamente para ser reemplazados por instantes que vendrán en su lugar. El tiempo no pasa, pasan las cosas inexorablemente porque la materia es sucesión como esas hebras crujientes que ellas deshacen y vuelven a moldear según su antojo para entregar presente continuo, bien y mal que cada cual invierte a su manera. Cuando se confunden toman el eje de los cielos como huso y giran alguna de las esferas o detienen el curso de una trayectoria astral y de este modo, accidentalmente, fabrican el único presente que está fuera de la ilusión. Mediante este ardid han llegado a pensar que el tiempo es fuerza mecánica.
Pese a todo, pasaron las tres Damas. Job, nuevamente solo, infinitamente solo, vio una puerta labrada con la precisión de un geómetra en la morada sin límites donde las ocho voces del coro universal se convertían en una alabanza profunda como la risa de un niño. Por el dintel se escapaban los destellos de una luz tan diáfana que no admitiría sombra alguna; Job arrodilló su alma para rogar el primer y último perdón. Con temblor y esperanzas abrió la puerta. La luz lo encegueció y al recobrar la visión, lentamente, buscó lo que esperaba sin hallarlo en el resplandor. No había rastros de Dios ni se presentía Su presencia beatífica porque en su lugar acechaba lo ominoso: dos ojos que quemaban, el humo denso, el aliento inficionando el aire. Vio ante sí a Leviatán y Behemot de nuevo visitando su historia. Sintió deseos de llorar.
Empezó de nuevo su oración, antes de volver al desierto.

___________________________________________________


LA TÓMBOLA DEL CIELO

Cuando nos narran la historia de la creación del mundo, cualquiera de ellas, se dice que Dios (o dios) vino a poner orden en el caos al fundar el mundo. No comprendo el criterio de “orden” y de “caos” de los mitógrafos pero mejor sigamos de largo antes de empezar a debatir semántica, lo que nos obligaría a gastar los diccionarios a mano buscando etimologías. Ya comentamos al hablar mal de Moisés que a él se le atribuyen dos relatos de la creación del mundo, dos de la creación de la raza humana, dos del diluvio. No sé explicar esta duplicidad y duplicación sino aceptando lo que dicen los académicos e investigadores: es posible que el Pentateuco sea en realidad una antología o colección de relatos que circulaban por las tribus semíticas y después fueron recogidos en distintas relaciones. Cuando se recopilaron los textos quedaban dos opciones: eliminar una o publicar ambas. Si decidían eliminar una, ¿cuál de ellas? Ante la duda, los pundonorosos levitas y rabinos optaron por publicar ambas para legar al futuro la elección. Algo similar hace conmigo mi editora Vidalia y eso que ya pasaron más de dos mil años; pero evidentemente nada dura tanto como las costumbres editoriales.
Prosigamos. Ya hemos asociado (a fuerza de vincularlos) creación y orden. Pero de repente leemos el Libro de Job donde Satanás y Yahveh apuestan como si estuviesen en el bingo y no en un libro edificante. Si hay algo que se opone a la idea de orden es la idea de azar y para nuestra perplejidad en el cielo ordenado también cuenta el azar. Aquí mi mente obtusa tropieza con una objeción: el azar necesita de nuestra ignorancia del futuro para funcionar. De nada valdría hacer una apuesta si por algún método o triquiñuela yo pudiese advertir lo que sucederá mañana o pasado. Una sola persona capaz de “presciencia” (que es el atributo de Dios capaz de conocer todo; desde el remoto pasado al invisible futuro) serviría para invalidar la lotería, las tómbolas, quinielas y cualquier forma de apuestas o juegos aliados al azar ya que necesito un futuro imperfecto para organizar cualquier sorteo.
Básicamente, la relación entre Yahveh y Satanás se reduce a una apuesta según el Libro de Job: la eterna debilidad de la criatura humana frente a la pertinaz tentación del deseo. Satanás cree (él también tiene su fe) que el fervor religioso de Job se debe a la abundante provisión de bienes que Dios le otorgó. Si Cristo es Dios como afirman los trinitaristas, la apuesta vuelve a repetirse en el desierto (Lucas, capítulo 4) ¿A quién ofrece el poder temporal sobre la Tierra don Satanás? ¿A un hombre, abusando de su codicia desmesurada? ¿A Dios, que ya lo tiene? ¿Ignora que Cristo es Dios?
No obstante nuestras prevenciones, Dios y Satanás apuestan según el Libro de Job. Si Satanás, que lo conoce, sabe que Dios puede anticipar el futuro, ¿por qué acepta una apuesta en la que lleva obvias desventajas? Para compararlo en términos hípicos estimado lector, amable lectora; esto sería equivalente a un juego en el hipódromo entre usted y yo en el que usted arriesga su dinero en el caballo “Marsala” (el nombre es visiblemente postizo, nunca crié animales de raza) de mi propiedad contra una apuesta mía a otro caballo. Yo conozco mi equino, nació y se crió en mi cabaña, tengo el listado de todas las carreras que ya corrió y sé positivamente que de las 30 no ganó una. En cambio yo me arriesgo a un caballo desconocido y al menos tengo la ventaja de la duda de mi parte. ¿Aceptarían esta jugada? Pues Dios y Satanás que son más inteligentes que nosotros, están jugando en el Cielo.
__________________________________________________


TAXONOMÍA EN EL ANTIGUO TESTAMENTO


En el Libro de Job se menciona dos bestias fabulosas a quienes Dios pone como testigos insolentes de su poder: Behemot y Leviatán. Los exegetas siempre propensos a buscar en la tierra lo que está en el cielo de la mente de Dios han querido ver en Behemot al hipopótamo, por su aspecto brutal y su estancia en la ciénaga entre lotos y juncos (interpretación del Prof. Alejandro Díez Macho) en tanto que Fray Luis de León (“Exposición del Libro de Job”, edición de Fray Diego González, basada en la de 1779) opina que se trata del elephante. Pero no se agota aquí el intento de verificar en la tierra una idea divina. Hay otros intérpretes y otras bestias; personalmente prefiero traducir Behemot por Behemot entendiendo que se trata de una criatura creada únicamente en su forma, sin encarnación material ni actualidad real, una idea divina retenida en la esfera del Cielo que no alcanzó a producir las defectuosas copias de nuestro mundo fenoménico. Dios omitió actualizarla dejándola como potencia pura en lo alto, convencido de que con la idea basta para amenazar. Si esta explicación no satisface, ofrezco una segunda alternativa: Behemot fue (junto con el megaterio, los pteridáctilos y otras tantas armazones de la paleontología) un espécimen que no alcanzó a subir en el Arca de Noé y fue exterminado por el diluvio universal que sobrevino según estimaciones hace unos 10.000 años. Puede leerse con provecho el Libro de Job, 40:15 donde todavía sobrevive el verdadero Behemot para seguir conjeturando a voluntad. En cambio, Leviatán se impone desde las oscuras citas que lo invocan como una bestia ficticia propia de las faunas míticas a pesar de los ingeniosos argumentos del R.P. Alejandro Díez Macho quien, en las notas marginales de la edición de la Biblia que dirigió, supone que se trata del cocodrilo. Para el utilitarista Thomas Hobbes en cambio, se trata del Estado. [Leviathan, Or The Matter, Form, and Power of a Commonwealth Eccleasiastical and Civil (Leviatán, o la materia, la forma y el poder de un Estado eclesiástico y civil) libro que podría perseguirnos por las noches en forma de pesadillas considerando que anuncia dos pensamientos funestos para la sociedad: y la sociedad es una ].
Leviatán es una voz hebrea que parece haber sido tomada de Lotán que proviene del mito ugarítico de la cosmogonía sumeria. Antes de la creación era Lotán, la serpiente de siete cabezas (no se espante todavía si es usted ofidiofóbico/a: volverá en el Apocalipsis con nueve) que es también un monstruo marino y el caos al mismo tiempo: como algunas palabras que usamos, los signos mitológicos tienen varios significados simultáneos. La inocente palabra “vela” tiene al menos 4 significados en español y nadie se reta a duelo por discutirlos. Lotán era el caos sumerio que gobernaba hasta el instante en que se inició el Fiat lux. El perto de Ugarit en el norte de Fenicia en la costa de Siria (hoy Ras Shamra) frente a Chipre agrupaba siete lenguas (como las siete cabezas de la víbora) en sus documentos primitivos. El mercantilismo propio de los fenicios la hizo cosmopolita en la antigüedad, no resulta extraño que haya exportado a otras tierras el terror de sus divinidades y este contrabando pudo haber anclado en sus vecina Israel. Si bien Behemot es una patente del Libro de Job, Leviatán figura también en Isaías, 27:1 y en Salmos, 104:26. En el Diccionario de demonología de Frederik Koning (Edit. Bruguera, Barcelona, 1974) el autor afirma que la tradición rabínica considera a Leviatán como dragones andróginos acuáticos. Como hembra sedujo al padre Adán y como macho a Eva en el más famoso de los árboles históricos sembrado en la Capilla Sextina gracias al cultivo de Miguel Ángel. Fray Luis de León en cambio opina que se trata de la ballena de los océanos como pensaba Melville quien en su novela monumental llama repetidamente “Leviatán” a Moby Dick y por extensión “leviatanes” a las distintas ballenas que surcan los fríos océanos. Dejando de lado estas especulaciones pensemos un instante que toda la fabulogía colmada de bichos extraños no es más que parte de la literatura, lo que no es poco o es equivalente a decir que son crías de un paraíso perdido en la mente de Dios que no cesa de crearlos y recrearlos a voluntad para poblar circunstancialmente el sueño humano. Así los habrá visto Job o así se lo habrá dictado el Espíritu: en la realidad intangible de una pesadilla que a pesar de evaporarse con la vigilia inyecta en nuestra sangre el veneno del terror, infunde sobresaltos y sudores.
No sería honesto privar a quien lee de las versiones literarias de Leviatán. Empezando por la bíblica del Libro de Job (40:25 y ss): “Y a Leviatán, ¿lo pescarás con anzuelos? / ¿Sujetarás su lengua con cordeles? / ¿Pondrás un junco en su nariz? / ¿Una espina en su quijada? / ¿Te suplicará él? / ¿Te hablará con suavidad? / ¿Firmará un pacto contigo? / ¿Lo tomarás por esclavo? / ¿Jugarás con él como con un pájaro? / …¿Quién ha descubierto la delantera de su coraza? / ¿Quién abrió las puertas de su rostro? / ¡Sus dientes emanan terror! / Su espalda, son filas de escudos / que cierran un sello de piedra, / tan perfectamente ensamblados / que ni un viento los penetra. / Su estornudo hace brillar la luz, / sus ojos son como párpados de la aurora. / De su boca, salen antorchas, / se escapan chispas de fuego. / De sus narices, mana humo / como de una hirviente caldera encendida. / Su aliento enciende carbones / una llama brota de su boca”.
Y la versión en versos de Fray Luis de León, mucho más efectiva que la traducción llana de la traducción de la traducción de Casidoro Reyna y Cipriano Valera que se ha hecho tan célebre a pesar de su indolencia:
¿Podrás al Leviatán con red menuda / prenderle, y con anzuelo disfrazado / hacer que al cebo codicioso acuda? / ¿Pondrás en su nariz zarcillo osado, / o puedes atravesarle las quijadas / con duro garabato entresijazo? / Humilde, a lo que creo, y ya olvidadas / las iras, te suplica blando en ruego / con palabras graciosas y enmeladas: / De su libertad te hace largo entrego, / y jura no salir de tus prisiones, / hasta que al mundo lo consuma el fuego. / Como a pájaro preso en los balcones / le tienes, de tu casa, por ventura, / y hacen con él fiesta tus garzones? / ¿Harás con él banquete en noche oscura / por dicha a tus amigos repartido? / por los trinchantes sobre tabla dura: / ¿En redes como a pez lo habrás asido, / en nasas que compone el mimbre verde, / en garlitos de junco l`has metido? / Yo fío que escarmiente, y que se acuerde / cualquier que le tocare con el dedo, / de no trabar mas lid, que tanto muerde. / De su esperanza vana y su denuedo / trahido locamente y mal burlado, / verá que de mirarle solo el miedo / le tiende por el suelo desmayado”. Conviene recordar lo que les dije acerca de Behemot: que era sólo una idea de Dios sin encarnación material, ya que bastaba con la forma para causar espanto. Fray Luis lo dice mejor que yo: “De mirarle, el miedo basta para tenderles por el suelo desmayados”.
___________________________________________________


EL SUEÑO DE DIOS


San Agustín, obispo de Hipona, antigua ciudad de Numidia en Cartago, fue el primero que se arrepintió de los sueños pecaminosos. Si somos el sueño de Dios como afirmaba el obispo Berkeley, ¿no debería confesarse Yahveh? Si el sueño es punible y somos Su sueño, ni la Corte de la Haya con sus magistrados de una solemnidad un poco anticuada podrían absolverlo. ¿Qué es, una vez más, este mundo fantasmal en el que entramos 8 horas diarias? La imaginación que crea los sueños es inagotable pero el repertorio de los acontecimientos esperables es relativamente reducido. Mecanizados obreros en el consultorio me relataban sueños de mecanizados obreros; sin ser clasista, ni alentar la lucha de clases desde la cama creo que el horizonte cultural de cada cual determina en alguna medida los sueños que puede soñar. Por eso, muchos pueblos primitivos le dan el mismo valor a los acontecimientos del sueño que a los de la vigilia. Una tía que siempre vivió en el campo me comentaba que estaba enojada con una vecina porque en sueños la vio murmurando contra ella. Mi mente que siempre fue excesivamente racional a pesar del tumor que soporta, no alcanzaba a entender (yo tendría 10 años) cómo una fantasía podía afectar la vida real; pero mi tía Audelina se mantenía en su posición de “no negociación” con la calumniadora onírica. Si se recibe una orden en sueños hay que cumplirla inexorablemente o abriremos una brecha entre el sueño y la realidad y nada detesta más la mente primitiva que las oquedades, rupturas, grietas en los sistemas que se mantienen dominados gracias a su integridad. Intuyen que los sueños expresan deseos secretos y que esta insatisfacción es tan perjudicial como un veneno; frente a las evidencias de la realidad, los primitivos optan por los sueños en los que una fuerte emoción tiene más convicción que las pesas y medidas de nuestra física newtoniana. A los pueblos llamados primitivos nunca pareció importarles la interpretación onírica, reciben los datos como órdenes o advertencias que conviene cumplir o conjurar. En estas cosmogonías hay algún capítulo que enseña que los sueños son anticipaciones duplicadas de la historia. Es decir, supongamos que sueño que cae una tormenta y naufraga un barco inmenso lleno de peces. El viento, las olas agitadas, la ictiología y la marina mercante ya están cumpliendo todos y cada uno de estos pasos que mi espíritu percibe mientras duermo. Cuando sucede, no es para cumplir una profecía, no. Vuelve a instalarse en el ámbito material el mismo estropicio que ya ocurrió en algún sitio inmaterial pero visible. Si alguno anuncia lo que ha soñado y después acontece, el visionario se legitima delante de su comunidad: evidentemente tiene “ojos” preparados para ver esa especie de duplicación de los acontecimientos. Si recordamos que los primitivos viven en una atmósfera animista donde la magia forma parte del paisaje, comprenderemos que muchas veces el soñador no acierta a determinar dónde sucedió lo que ha visto: ¿fue en el sueño? ¿En el mundo real?
¿Quién actúa durante el sueño? ¿Quién comanda la personalidad indefensa del que reposa tranquilamente ajeno a las maquinaciones de manipuladores profesionales? Algunos onirocríticos han llegado a suponer que un doble usurpa “de facto” el gobierno de nuestra personalidad así como los militares un buen día se apropiaban del sillón presidencial en nuestras atribuladas repúblicas. Si hace memoria, querido lector, amada lectora, recordará que alguna vez soñó y se vio a sí mismo/a presenciando “desde afuera” actividades que a su conciencia, al margen, invisible en la pantalla del sueño, le indignaban. Usted misma, vista desde afuera como la ven sus comadres y amigas, se reprendía. ¿No es absurdo? ¿Quién era en realidad usted? ¿La voyeur que observaba o la títere que hacía cosas reprensibles? ¿Ninguna? ¿Las dos? Ya vamos viendo que el problema del sueño no es tan simple. Existen sueños tan enigmáticos que se duplican y multiplican en una galería fantasmal. Por ejemplo, soñaba que estaba durmiendo (lo que ya implica una metaonírisis) y que venía mi tía Audelina a despertarme, pero desperté dentro de un ambiente netamente onírico de nuevo, algo de mí reconoció la distancia entre ese león junto a un ermitaño que escoliaba códices en una cueva montañosa y la contundente realidad de mi barrio, mis abúlicos vecinos y la vereda tropical (por entonces vivía aún en Corrientes) donde uno podía encontrar de todo menos un león y un ermitaño. Si el mundo que soñamos es absolutamente ilusorio y se disipa al despertar como una pompa de jabón, sólo conserva un valor alegórico. Puede que a nosotros nos tenga despreocupados esta cuestión pero Descartes, que era visiblemente más inteligente que yo y carecía de un tumor secuestrando ¼ de cerebro, escribió algunas perplejidades en forma de preguntas; por ejemplo, ¿qué le pasaría a usted si soñara repetidamente con situaciones habituales en usted, que sale de la casa, que va a trabajar, que paga las cuentas y (no lo olvide) la factura de AFIP. ¿Cómo haría de aquí en más para diferenciar entre sus recuerdos qué es lo que soñó de lo que sucedió? Mire si soñó haber pagado AFIP pero en la realidad no lo hizo. Los equipos informáticos, que son otra forma de sueño, registrarán el déficit pero esa misma noche usted podría soñar que va a pagar la deuda. Las fronteras entre lo soñado y lo realizado quedarían borradas. Seguramente usted está pensando que entré a divagar; no tenga tanta fe, el primer caudillo de los ismaelitas musulmanes del siglo XI, don Hassan ben Sabbah llevó a un grupo de sus discípulos más jóvenes a la fortaleza de Alamut (significa “nido de águila”) que coronaba un risco para desalentar las visitas y asediado por el desierto. Hassan decía ser el hudsshet o reencarnación del último imán y en este retiro inhóspito, en ergástulas polvorientas drogaba con cáñamo indio a sus secuaces y después los hacía trasladar a un jardín delicioso acariciado por el único arroyo que serpeaba en medio de la inmensidad del desierto persa. Una vez en el oasis los acólitos se encontraban en un vergel rodeados de frutas, bellas mujeres envueltas en sedas con quienes consumaban los alimentos terrestres: buen vino, copiosas comidas y sexo a discreción. Hundidos en el sopor de la fatiga eran conducidos nuevamente a la fortaleza donde despertaban en la misma celda polvorienta donde se habían quedado dormidos. El Viejo de la montaña (Hassan, llegó a vivir 90 años) les explicaba que habían soñado y que ésa era la vida que los esperaba en el Paraíso. Desconsolados, los discípulos se congregaban entre las almenas de la fortaleza todas las tardes y meditaban observando el paisaje mortal de aquella zona reseca y árida. Los secuaces (llamados los tomadores de hashís, o hashishínes de donde viene la palabra asesino) recibían entrenamiento militar y si bien aceptaban que tal sueño podía llegar a ser real, jamás confundieron la realidad con un sueño y asolando la región engrandecieron el poder del Viejo de la montaña llegando hasta Siria donde un siglo después se enfrentarán con los Templarios. Si los fines políticos de expansión territorial de Hassan parecen nefandos, y sus métodos, crapulosos, queda salvado por la fe ismaelita que profesaba: los Seis Querubines de la Creación recibieron la misión de cortar la cadena que ata a la humanidad a la historia cíclica y esto se conseguirá recién el día en que la Tierra tenga un solo reino sin enemigos y no tal como está distribuida en parcelas hostiles y taifas que a la menor provocación generan crueldades y guerras. ¿No es un derroche de bondad?
En otro sueño el Viejo de la montaña descubrió que Seth fue expulsado del Paraíso junto con Adán y Eva pero regresó y volvió a la Tierra con tres semillas del árbol que trajo nuestra perdición. Las sembró en las laderas del monte Horeb y seguían firmes en tiempos de Moisés. El rey David los hizo transportar a Jerusalén, pero solo sobrevivió uno y bajo su fronda escribía los salmos. Fue derribado el día en que Jesús maldijo la Ciudad Sagrada y con su madera se hizo la cruz que llevó al patíbulo entre la muchedumbre que lo escarniaba. Cuando leemos estas historias casi encantadas, nos preguntamos de inmediato: ¿por qué mis sueños se reducen a parientes, amigas, gatos, camisas y manuales de psiquiatría?
Este mundo fantástico y fantasmal del sueño siempre resulta inquietante, pocas veces agradable muchas veces aterrador ya que las leyes que rigen su mecánica nos son desconocidas o escamoteadas. Esto nos vuelve indefensos en contraste con el mundo de la realidad, del que creemos saber un poco más.
No faltan las historias en las que gente de carne y hueso afirma haber soñado con un objeto que después encontró en su cama[5]. Cierta antigua amiga mía frecuentadora del Merlot me comentó que había estado bebiendo en la cama y soñó que Papá Noel le entregaba una botella de Merlot. Cuando despertó, tenía en la mano el corcho de aquella botella mágica. Como usted lo habría hecho, reaccioné de inmediato: “un momento, si habías estado libando en la cama, seguramente era el corcho de la botella que terminabas de beber” No, me dijo al instante, exponiéndome dos corchos; éste es el de la botella que estuve tomando ¿y este otro?, me preguntó izando en lo alto un tapón. Yo quedé mudo. ¡Nada más ni nada menos que el bonachón de Papá Noel fomentando el alcoholismo!
Nada supe responder a esta milagrosa duplicación de alcornoques y mucho menos ofender a mi amiga diciéndole que si buscábamos bajo su cama no solo encontraríamos corchos, botellas, tirabuzones, copas y vasos sino hasta es posible que a esas alturas ya estuviera viviendo algún bodeguero. El sueño, dice un imán y repito es “el crimen sin testigos” no hay soledad mayor que la del soñador, es el único que percibe esas imágenes fumosas, ciegas, sordas que el yo usurpador se empecina en copiar noche a noche. Ya sabemos que el Psicoanálisis tiene otra teoría: es la misma personalidad la que se escinde durante el trabajo del sueño. Por un lado los instintos del ello buscan salida y para burlar al yo extorsionado por la conciencia, necesitan disfrazarse para subir desde el sótano. El deseo reprochable de ahorcar o degollar a mi cuñado se disfraza del sueño de su fiesta de cumpleaños y mi civilizado yo regalándole una corbata sabiendo que mi conciencia moral le está apuntando detrás del cortinado. El siempre original Artemidoro nos cuenta que en la antigüedad, cuando el rey quería una predicción hacía dormir en una misma habitación a 10 ó 15 personas para interrogarlas al despertar. Si más de 3 habían soñado lo mismo estaban ante un “sueño político” y las decisiones del Estado dependían de esas peripecias habidas durante la promiscuidad de un descanso con 14 personas al lado. Uno puede soñar que se despierta de un sueño pero sin embargo seguir soñando; es como abrir una puerta que en vez de dar a la calle nos lleva a una nueva puerta y una nueva habitación. Esto se puede multiplicar interminablemente; un primo mío, reconocido holgazán siempre decía (tal vez haya sido cierto) que cada vez que iba a despertar, soñaba que se dormía nuevamente y con ese cuento se pasó la adolescencia en una especie de éxtasis narcoléptico. Es curiosa la afirmación taxativa del mundo islámico en relación a los sueños de Dios. He leído muchas narraciones, historias, cuentos que invariablemente están encabezados por cierta fórmula: “Sólo Alá es omnisciente, eterno, misericordioso y no duerme”, como si el acto de dormir fuese una especie de debilidad humana. Qué pena que Alá se privara de la dicha de soñar, tal vez eso explique su carácter irascible e impaciente. Por eso, el día que recupere mi fe volveré al Cristianismo donde tengo al menos 70 sectas o religiones donde escoger y además, el obispo Berkeley me jura que Dios duerme y me suministra la prueba: nosotros somos Su sueño. No lo despierten, por favor.
___________________________________________________


EL MAL DE LOS BUENOS

En la ópera “Tosca” de Puccini la protagonista debe entonar un aria breve pero significativa. Floria Tosca es una cantante romana enamorada de un pintor a quien las circunstancias la ponen en una difícil encrucijada: para salvar a alguien debe asesinar a alguien. Ruega al cielo, implora ayuda y hasta se arrastra para evitar el homicidio pero como tantas veces ocurre, todo empeora. Antes de clavar la daga en el pecho del villano Scarpia (quien ha traicionado a su patria es capaz de cualquier otra felonía) Floria entona el aria “vissi d´arte” en la que, palabras más, palabras menos pregunta a Dios: “Si he sido bondadosa, si ayudé a quien me lo pidió, si he llevado flores a tu altar y he guardado tus mandamientos, ¿por qué en las horas difíciles me devuelves el mal?”
Hay diversas interpretaciones de las calamidades que asolaron a Job. En medio del oprobio, cuando está lisiado, solo y en la miseria, el idumeo recibe la visita de tres amigos: Elifaz de Temán, Bildad y Sofar. Los tres visitantes se convierten en tres nuevos tentadores ya que analizan la situación de Job y extraen sentencias en base a prejuicios. Lo hacen con una lógica impecable pero todos sabemos que el talón de Aquiles del razonamiento deductivo está en la debilidad de una premisa. La cadena es tan firme como su eslabón más débil y un solo error en el camino lleva a la ruina de todo el procedimiento. Elifaz argumenta en dos etapas (que invertiré para simplificar) afirmando primero mediante una pregunta que ningún hombre puede ser íntegramente justo ante Dios que hasta a sus ángeles encuentra imputaciones (Job, 4:17).
Después Elifaz analiza la tradición moral de Israel apelando al método histórico y concluye que desde siempre la desgracia es consecuencia del pecado. La virtud produce felicidad; por lo tanto, si Job sufre es porque ha pecado. Y si sufre gravemente, ha pecado escandalosamente. “Quien siembra vientos, recoge tempestades” (Job, 4:8).
Elifaz de Temán ignora la apuesta celestial. Haciendo un análisis empírico y con una base teórica dogmática, pretende extraer consecuencias éticas. Además ignora que este proceso fue incoado a instancias de Satanás para morigerar el orgullo de Yahveh: ya que Dios, que es perfecto, no puede exhibir el vicio de la soberbia. Finalmente Satanás únicamente busca evitar que el Bien se disperse alejándose de Dios como lo ordena la entropía universal; imaginémonos: hoy amanece henchido de orgullo, mañana querrá holgazanear, pasado sentirá envidia de su propio Hijo y buscará que una coalición de judíos e italianos nuevamente lo condene a morir en la cruz y a partir de allí ya no sabemos dónde se detendrá considerando que la perfección es insaciable. Pero además Elifaz ignora que Job no está citado como acusado sino como testigo del juicio celestial.
Debe probar que un hombre (y a través de él, la humanidad) puede permanecer fiel a Dios aunque faltare la promesa de una recompensa y aunque se hallare sitiado por el dolor. Debe amar a Dios aunque éste lo odie.
Job está al principio de la historia del pueblo Judío. Hasta ese momento no hay promesas de vida perpetua después de la muerte. Los profetas todavía no habían aparecido y Cristo vendría mucho después a revelar que nuestros actos en la vida serán castigados o recompensados en la eternidad.
El problema ético (y su traducción legal) ha resistido todo intento de sistematizarlo en un sistema codificado, una especie de “leyes de leyes”, que lo convirtiera en una ciencia con rigor metodológico. Establecer qué es lo bueno dentro del infinito repertorio de la conducta humana ha sido el ideal de juristas, estadistas y filósofos; pero nunca se pudo establecer con bases firmes ese lenguaje común y universalmente válido que respaldara tal deseo, legítimo y necesario. O, lo que es lo mismo, se hallaron tantas soluciones que ninguna satisfizo.
¿Qué base intelectual sostiene nuestro deber? ¿Existen principios racionalmente demostrables que ayuden a formalizar lo que es una “buena conducta” humana? ¿Cuál es el sustento filosófico de nuestras leyes? ¿Tiene algún fundamento indiscutible nuestra moral?
Varias hipótesis intentan responder estas preguntas. Pletóricos de ellas, los tratados de Filosofía del Derecho comban los anaqueles de bibliotecas marrones y vetustas en las que es fácil extraviarse con la intención de encontrar la verdad. Podríamos acompañarnos días, meses y años royendo pacientemente cada doctrina pero ni usted tiene tiempo ni yo estoy interesado en fomentar la desertificación derribando árboles para manufacturar páginas. Vamos a limitarnos a revisar las diferencias de criterios entre los pensadores voluntaristas, ya que estamos de buena voluntad. Empezaremos por plantear en términos más bien mondos y afables esta cuestión que puede ser tan enrevesada como para justificar cuarenta y cinco páginas abstrusas de Heidegger.
La primera pregunta: admitiendo la existencia de juicios morales y jurídicos (recuérdese que emito un juicio toda vez que califico esto o aquello como “bueno” o “malo”), ¿entran éstos en las rígidas categorías de lo “verdadero” y lo “falso”? ¿Se comprendió? Dicho de otro modo, cada vez que afirmo “esto es bueno”, ¿hay una forma racional de comprobar que esto siempre y en todo lugar es bueno? No se apresure, por favor. Ya sé que está a punto de saltar en la cama señalándome “matar siempre es malo” pero le advierto que si sufro una enfermedad terminal dolorosa y no me dan el requiescat in pace, no pensaré bien de los colegas que me sometieron a un suplicio superfluo; ningún dolor enseña nada como bien ya nos lo enseñó Baruch Spinoza y mucho menos a un enfermo terminal. ¿También es condenable matar a un asesino que entra armado en mi casa a masacrar a mi familia? Usted dirá, “bueno, pero eso es defensa personal”. Yo le respondo: “sigue siendo matar”. Y, como si esto fuera poco tenemos la guerra. Todos somos antibelicistas, pacifistas y espirituales pero mire un mapamundi y verá que en estos momentos hay unas cuantas guerras en el planeta, ¿qué hacemos si estamos en una de ellas? Nadie se fijará en sus convicciones; el enemigo mata por reflejo y mientras no terminen todas las guerras siempre habrá un sitio de la geografía donde “matar es malo” seguirá siendo relativo. Ya ve que no es tan fácil ser taxativo en materia de regulación de la conducta humana. Si seguimos admitiendo que sí, que los juicios morales entran en las categorías de lo verdadero y lo falso, es decir, que podemos justificar por medios racionales cuando decimos “esto es bueno y esto otro es repudiable” le sigue entonces otra pregunta: ¿son juicios verificables? ¿De qué manera se pueden verificar? Aquí ya nos internamos en el campo de lo ontológico. ¿Existe una moral inequívoca? ¿Existe un Derecho irrefutablemente verdadero?
Tres alternativas se nos presentan ante esta cuestión: afirmar, negar o abstenerse.
Los que niegan lo hacen afirmando que las proposiciones prácticas (“matar es malo”, “regalar rosas es bueno”) y las normas de conducta no son ni pueden ser verdaderas o falsas ya que designan actos no-cognoscitivos básicamente ya que ven en ellos un fruto de la voluntad que no es cognoscitiva y por tanto, no es verdadera ni falsa; corresponde a otra esfera de la realidad. Si la voluntad determina lo bueno y lo malo, no es un acto gnoseológico sino volitivo. Y sólo los actos gnoseológicos son verdaderos o falsos.
Los que afirman que de los juicios morales se puede verificar su verdad o falsedad se apoyan en la existencia de un modo especial de conocimiento distinto del racional y que llaman “emocional”. Este conocimiento especial nos permitiría determinar qué es lo verdadero y qué lo falso entre los juicios normativos.
Entre estos dos polos opuestos media la llanura del escepticismo, feudo del profesor Arne Naess. Se puede leer su opinión en “La validez de las normas fundamentales” (Lógica y Análisis I, 1958). El ocaso de la Edad Media sirvió para mitigar la luz que caía lentamente sobre una cristiandad desolada por la peste, el cisma de los papas de Avigñón, el fin de la Tierra Santa latina y la extinción del espíritu sagrado que fomentó las Cruzadas. A medida que el pensamiento mágico-religioso se replegaba empujado por el espíritu laico de los nacientes burgos, una conciencia científica en ciernes recibe del enérgico obispo de París Esteban Tempier la condena que merecen los réprobos de toda laya, en 1270 y en 1277. En vano fallece el obispo Tempier porque continúa su misión con idéntica pasión el dominico John Peckham, obispo de Canterbury. Dos pensadores, Rogelio Bacon, franciscano y Siger de Bravante, son encarcelados durante la arremetida oscurantista. Bajo los auspicios poco elegantes de esta aurora amaneció el siglo XIV e inició los primeros balbuceos con la ya famosa polémica entre nominalistas y realistas. Las escuadras enfrentadas en el campo minado de la Teología quedaron reducidas a dos contendientes. Por un lado, el “Doctor sutil” como fue bautizado el escocés Juan Duns Scoto, y por el otro el adalid del nominalismo, Guillermo de Occam. ¿Qué relación tiene esta disputa con nuestro tema?, estará diciendo usted. No se impaciente que los recodos del pensamiento requieren una fuerte dosis de tenacidad, templanza y unas cuentas virtudes teologales más. El pensamiento nominalista y el realismo que se le enfrentó, querida lectora, estimado lector, intentaron conocer la voluntad de Dios en su carácter creador y yo no sé si usted recuerda que de voluntades hablamos, ¿por qué no investigar entonces directamente a la Voluntad Suprema? Esta búsqueda unió y separó al mismo tiempo a realistas y nominalistas. ¿De dónde parten el Doctor Sutil y Occam? Como todos en la Edad Media, parten del Aristóteles tamizado por las dos “A” (Los árabes Avicenas y Averroes). De tan magno tribunal metafísico Santo Tomás de Aquino integró un solo cuerpo teológico y jurídico con la fe revelada y la tradición filosófica negociando las ideas contrapuestas a fuerza de interpretaciones. En el sistema final, Dios fue condenado a crear el mundo cumpliendo estrictas reglas donde la contingencia no tenía ningún lugar salvo para algunos milagritos: el paso del Mar Rojo, la conversión de agua en un Malbec de óptima calidad durante las bodas de Caná (cuando todos los invitados ya estaban bien bebidos, según el evangelio) y otras minucias pero Dios no podía, según esta entente de entendidos, hacer que la palmera pusiese huevos como un ave ya que ello supondría romper el orden de la creación. Y Dios, afirmaban, confirmaban, no deshace lo que hizo ya que nunca se equivoca. Tal vez nunca sospecharon que los equivocados podrían ser ellos y no Dios porque abolir lo contingente y la libertad de Dios fue la misma cosa. Avicena, cuyo nombre completo era Abu'Ali al Husayn ibn Allah Sina, interpretó que Aristóteles había asegurado que mientras en el universo lo posible está en potencia, no puede ser. Ahora si lo posible se hace acto encarnando en el ser (si viene-a-ser) es porque su causa hizo necesaria su existencia; ergo, no puede no-ser. Desoyendo las explicaciones del Estagirita varias veces maldije la suerte que le cupo al espermatozoo que fue la causa de mi nacimiento. Al óvulo materno, por ser único, no puedo culpar pero siendo al menos 1 : 300.000 creo que quedaban 299.000 posibilidades fuera de mí. Si creo al Estagirita debo consolarme pensando que soy necesario a la economía del universo, por eso llegué a-ser. Sigo pensando que debo alejarme del azar porque nunca me favoreció.
Pensemos un instante a Dios instalado en la eternidad: la creación, que es la actualización del Pensamiento de Dios que se piensa a Sí Mismo no es un capricho ni producto del azar ni el aburrimiento. Es una necesidad divina. De este acto de introspección eterna del Ser emana la Inteligencia que asegura el pasaje desde lo Uno a lo múltiple: el mundo con su variedad de objetos, botánica, cuadrúpedos, piedras y personas. Occam por un lado y Scotto por el otro ven que se hace imprescindible salvar este atentado a la libertad de Dios. Scotto empieza proclamando el albedrío del Señor “de otro modo, también estaría obligado a ser bueno” como un simple pupilo de orfanato y nadie querría venerar a un Dios que es bueno por coacción. Occam (a quien se atribuye sin razón el invento de la “navaja”) defendió la omnipotencia de Dios que contraría el determinismo en el que lo encerró la cuadra grecolatina auxiliada por el Islam. Ambos, Occam y Scotto por primera vez en colusión otorgaron a Dios un aniquilador aparato de Voluntad que no consulta leyes ni estatutos antes de operar porque es La Ley. El Dios paganizado de Aristóteles se presentaba como simple sede donde residían las ideas germinales y cosmopoyéticas (hacedoras del cosmos u orden) pero el Scotto abjura de esta fórmula remitiéndonos al Yahveh del Génesis que es origen de la palabra creadora. La única soberanía de la causa constructora radica en la libre Voluntad de Dios. Si Él no lo quiere, no existe un “deberá ser” porque nunca será. De ahí en más será “Bueno” lo que Dios quiere, todo lo que su Voluntad manifieste abiertamente que lo es y su Voluntad es el único molde axiológico y jurídico. Hay un solo límite que fija el franciscano a la Voluntad de Dios: la lógica: “Dios puede hacer todo lo que, al ser hecho, no implica contradicción”[6].
Occam lleva a tal peligro la omnipotencia de Dios que ésta corre el riesgo de justificar el mal. Dice, por ejemplo, que “Dios puede ser odiado virtualmente por una voluntad creada, por ejemplo Nietzsche, ya que tal precepto no implica contradicción”. De ser aceptada esta hipótesis podemos ir pensando en la salvación de los villanos de la Biblia; Dios dispuso que Dalila traicionase a Sansón (pero siendo fiel a su patria), que Eva instigase a Adán a pecar, que Caín se volcara con entusiasmo al maltusianismo y Herodes lo imitara, que Saúl cometiese el perjurio, que Pilatos ordenase la ejecución del Mesías y que Judas lo vendiera tan barato.
Occam sigue excavando porque quiere llegar al punto donde confluyen la Voluntad y la Inteligencia de Dios; para declarar que ésta última tiene una clara preeminencia sobre la Voluntad; es decir, Dios no haría cosas faltas de inteligencia o desatinadas como yo. Por eso la Ley Divina que es expresión de la Voluntad siempre, aunque parezca antojadiza, es racional ya que la Inteligencia la guía.
______________________________________________________







[1] Ver el apartado “La apuesta en el cielo”.
[2] ¡Volvió la oportunidad de tratar el tema de los sueños! En el apartado “El sueño de Dios”
[3] San Agustín se arrepintió de lo que soñaba.
[4] No se enojen conmigo, el Cielo de Job es el de Er el Panfilio según el “Timeo” platónico.
[5] Excluye señores y señoritas encontradas “de casualidad” en la cama al amanecer.
[6] “Tratado sobre los principios de la teología” Edit. Aguilar, 1980.


No hay comentarios: