miércoles, 7 de febrero de 2007

ADAN NO TUVO PADRE !!!!!


Releyendo el libro “La letra e” de Augusto Monterroso me encontré con el palíndromo[1] ADAN NO CALLA CON NADA. Y se me ocurrió hacer algunas variaciones, recordando que en algún sitio un autor cuyo nombre ahora no puedo olvidar y por lo tanto no recuerdo, había llamado al padre de la especie “el hombre que no tuvo ombligo”. Esto se vincula “hic et nunc” con el templo de Apolo en Delfos del que se decía que era “el ombligo del mundo”; en cuyo frontispicio figuraba la frase que fundó toda la filosofía socrática: “Conócete a ti mismo”. Y del conocer se trata, porque aunque de nada valió su falta de silencio: no ha sabido defenderse desde que el Espíritu inspirara el Génesis hasta que yo sepa, mi alegato del tercer milenio.
Vayamos por parte. En el primer libro de esa colección que los griegos llamaron “Los libros” (La Biblia) se relata la creación del hombre Adán a partir del barro, luego el soplo divino que le instila aliento vital (alma) y por último la tramposa prescripción de El-Que-Es prohibiendo comer del fruto del árbol de la ciencia, que siempre crea conciencia. En el Edén de Adán había plantado un árbol que fructificaba conocimiento. Antes de comer su fruto, Adán estaba ciego.

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LOS NASENIOS Y LA EUCARISTÍA

Un curioso texto atribuido a Epifanio de Constancia titulado “Panarion o Botiquín ” describe minuciosamente cierto oficio ofídico habitual entre los nasenios. Epifanio fue uno de los Doctores de la Iglesia y obispo de Salamis, en Creta, en el año 385. Como detesto hacer cortes en una cita transcribiré la narración del ritual nasenio en su forma íntegra, tal como está registrado:
“Amontonan panes sobre la mesa. Llaman a una serpiente a la que han criado como animal sagrado. Al abrir el cesto sale la serpiente que alcanza la mesa, se desliza entre los panes y los transforma en Eucaristía.
Entonces parten los panes que rozó la serpiente y los distribuyen entre los comulgantes. Cada uno de éstos besa a la serpiente en la boca, porque ésta ha sido domesticada por el encantamiento y se arrodillan ante el animal sagrado. La serpiente consagra los panes por contacto. Una vez tomadas las santas Especies, la serpiente da el beso de la paz y traslada a Dios la acción de gracias de los fieles”.
Naturalmente muchos sentirán repulsión por el beso y la comunión; pero dejando de lado estas cuestiones fóbicas, se me ocurren tres acotaciones a tan magna ceremonia.
Primera, que no se puede negar su origen semítico. Cultos referidos a víboras deben tener casi necesariamente su origen en algún desierto donde este reptil es soberano. En el Antiguo Testamento se registran referencias tempranas casi al empezar el Libro del Génesis, el primogénito de la Biblia. Es el único animal dotado de palabra en el Paraíso donde la voz de Yahveh es letal para los cuerpos. La voz de la víbora será nefasta para las almas cuando tienta a la pareja original hablándole en la única lengua que existía antes de la Torre babilónica. Un vasto ejército de eruditos y exegetas ha emparentado a esta serpiente del Edén con la del Apocalipsis 12:9. Esto descubre al demonio detrás de ambas.
La interpretación rabínica tiene otra versión: el Yéser~ra, uno de los ángeles de Yahveh cuya misión es tentar al rebaño humano como si los instintos no fuesen suficiente pasto para el fuego de los deseos. El Cristianismo siempre vio con ojos torvos el Talmud que salva el abismo del origen del mal porque si Satanás es un tentador, no es causante del estrago espiritual, el mal queda insito en la criatura y no hay dualismo; Satanás no es una criatura de signo contrario e imperfecta creada por un Dios perfecto que se equivocó. Gente insidiosa y contumaz seguirá insistiendo para averiguar cómo un Dios perfecto creó a Eva y Adán, visiblemente estropeados en su factura.
No falta quienes creen que el autor del relato bíblico quiso amonestar al díscolo pueblo judío, siempre propenso a las idolatrías en una tierra donde los aborígenes tenían respeto sagrado hacia las víboras. Los ritos de fertilidad y la adoración de los reptiles estaban fundidos en Canaán. No olvidemos que cuando el pueblo marcha por el desierto siguiendo al caudillo Moisés (Números o Be~Mibdar, 21:1) Yahveh lo castiga por las dudas y quejas que se multiplican en una multitud sedienta y hambrienta bajo el sol calcinante que esplende las huellas en la arena blanca. Para expiar ese pecado Yahveh les envía un furioso ataque de serpientes venenosas y repelentes, pero también les envía el antídoto: levantar un estandarte enarbolando una serpiente de bronce para curar la ponzoña. El mismo Moisés ya había convertido una vara de bronce en serpiente para ganar la piedad del Faraón que como todos sabemos, era terco y obstinado.
Mi segunda observación se refiere al ritual de los esenios. Como en la misa, sugiere una transubstanciación. El ritual cristiano nos convierte simbólicamente en deicidas y caníbales. Nos entrega un inocente para ser sacrificado; aunque en el fondo, nadie es inocente del todo. Pero ése inocente es Dios y debemos sacrificárselo a Dios para purgar delitos del vecindario. Y, acto seguido, debemos devorárnoslo en una insólita teofagia que poco hizo para transformarnos en pequeños Cristos en veinte siglos de comuniones y digestiones. La Iglesia Católica afirma y confirma la transubstanciación, es decir la transformación de la especies pan y vino en las especies carne y sangre de Cristo durante la elevación de las ofrendas en la misa. Durante los diez siglos del medioevo la Iglesia acosó a los alquimistas que a fin de cuentas, con una meta más crematística, perseguían permutar los pesados átomos de plomo en brillante oro, asegurando que esta hazaña era imposible para el hombre porque estaba reservada a Dios el prodigio de mudar las materias fijas que creó en los siete días del Génesis.
En el hoy brumosos siglo IX Pascasio Radberto, abad de Corbie escribe “De corpore et sanguine Domine”, donde afirma enfáticamente que el cuerpo de Cristo que se adora en el sagrario es material y real, oponiéndose a la conjetura del monje Retramno que sostenía que esta presencia del Cristo era solamente espiritual.
En el año 1073 el arcediano de Angers, Berengario de Tours, escribió un tratado sobre la Eucaristía: “De sacra cena adversus Lanfrancum”. Mientras todos vemos al medioevo como una pacífica época de somnolencia intelectual, basta abrir los códices miniados para desentrañar agrias disputas escolásticas en las que togados teólogos se combaten con saña e inquina, sobre todo cuando pertenecen a órdenes religiosas diferentes como las piadosas huestes de dominicos y franciscanos. ¿Quién era este Lanfranco contra quien disputaba Berengario en su opúsculo? Nacido en Pavía, Lanfranco fue estudiante e investigador de Derecho en la Universidad de Bolonia, ya celebrada por aquellos tiempos. Desde el año 1070 fue arzobispo de Canterbury y uno de los maestros de Anselmo, el del argumento. En la Semana Santa del año 1072 abjuró en un solo acto de retracción de la ciencia y la dialéctica, pronunciándose a favor de la fe revelada por Dios. “El justo que vive de la fe no intenta analizarla con ayuda de argumentos, ni aclarar por medio de la razón la forma en que el pan se hace carne”, propuso. La respuesta del arcediano de Angers se expresó en una tesis que después fue doblemente condenada como herética: Berengario negó que el pan y el vino consagrados en el altar se transformaran efectivamente en el cuerpo y la sangre del Cristo. Poniendo el acento en la dialéctica, objetaba (“en la evidencia está la cosa”) apelando al sentido común.
Trataré de exponer, corriendo algún riesgo del que no comprometo garantía alguna, la tesis eucarística de Berengario.
¿Qué es el pan?, nos pregunta el arcediano de Angers, y responde haciendo la discriminación aristotélica: el pan es un compuesto, una sustancia ontológicamente independiente, que existe fuera de mí, reside en sí. Para el caso, es una sustancia sensible no como los ángeles que son sustancias hechas de ideas, volátiles, traslúcidas, intangibles. Por el contrario, el pan se puede tocar, ver, pesar, medir.
Toda sustancia está compuesta de materia y forma.
Visto desde este análisis elemental, no podemos negar que el pan es (participa de un ser). Si es, continúa Berengario, es algo ya que no podría ser algo si previamente no es. ¿Qué es? Es pan.
Discúlpeseme de usar silogismos y entimemas al mismo tiempo; si me limitara al primero este discurso sería virtualmente interminable. Entimemicemos cuando haga falta.
La opinión oficial de la Iglesia enseñaba que en el momento de consagrarse en el altar el pan dejaba de ser pan para ser el cuerpo divino del Hijo. Sin embargo usted y yo seguimos viendo una hostia blanca en las manos del sacerdote después de la consagración. La opinión oficial admitía que en el momento de la elevación los accidentes de la ex~sustancia~pan persistían como tales. Cuando el oficiante levanta la hostia, observamos accidentes mudables que obstinadamente, siguen siendo fieles a su antigua sustancia de pan y así se dejan ver, tocar, gustar. Pero, objetaba Berengario, al dejar de ser pan como dice la Iglesia, el pan antes debe dejar de ser. Una proposición, según sabemos, desaparece si se le quita una de sus partes, sujeto o predicado. Por lo tanto, decir “el pan es el cuerpo de Cristo” cuando se ha dicho antes “el pan dejó de ser pan”, es destruir la proposición en el momento de pronunciarla, es no afirmar nada ya que se parte de una negación o privación. Es una contradicción lógica.
Berengario murió en el año 1088. Sus tesis fueron condenada. La Iglesia tenía misiones más urgentes: la reforma iniciada con el Dictatus papae del año 1075 de Gregorio VIIº. En el año 1076 el Papa excomulgó al emperador Enrique IVº, al que perjudicó enormemente no por el asueto a su fe sino por haber dictaminado en el mismo rescripto que “los súbditos de Enrique IVº quedaban eximidos de las obligaciones que le había jurado”. Si Enrique había discutido su poder espiritual, Gregorio le amputaba el poder temporal como impuesto a sus fechorías. En el año 1095 se llama a la Primera Cruzada. Nunca antes en el Occidente se había organizado una excursión masiva en nombre de la fe. La historia probará después que hubo más mala fe que fe.
Mi última observación a la doctrina eucarística de los ofitas que describió san Epifanio en su “Panarion”, es resaltar la paradoja que significa esta consagración de las santas especies por medio del contacto con el declarado enemigo de Cristo: el demonio o la serpiente que suplanta al demonio, que suplanta al mal. Este culto instintivo y salvaje como la desesperación por librarse de la cárcel del cuerpo que guiaba las liturgias gnósticas, quiere salvar por medio de un acto sagrado el abismo que separa el bien del mal. Una vez anulado este sumidero, ¿qué trinchera quedará para separar la vida de la muerte; el ayer del mañana?
La conciliación de los opuestos y la regeneración de los sucesos en el tiempo les permitieron desterrarse de su propia historia a estos furiosos perseguidores de la verdad. Corrían los primero siglos de nuestra Era; casi en cada cueva de Medio Oriente se escribían epístolas, evangelios, profecías y apocalipsis. Las conjeturas y especulaciones teológicas pasaron de ser un deber a ser un deporte en el que ligas silenciosas atacaban y defendían posiciones invisibles por medio de escritos. También los oficiosos gnósticos se sirvieron del ofidio: el Ouroboros, para unos dragón, para otros serpiente, para otros un híbrido entre ambos con la forma de un anillo. El dragón que se muerde la cola simbolizaba el universo gnóstico circular, sin principio ni fin como la cinta de Moëbius cuya única ventaja es la tridimensionalidad. A los gnósticos no les interesó determinar las coordenadas del espacio porque lo describían infinito. Como auguraban vida perdurable, tampoco el tiempo necesitó de las fórmulas matemáticas de Einstein. El Ouroboros tiene la ventaja de su simplicidad. Una sola mirada basta para comprender con un símbolo fugaz lo que la Física (que comparte con la teología el vicio de discutirse a sí misma), tardaría en decirme en un manual que seguramente sólo comprenderé a medias si uno no olvida que el tumor me lisió ¼ de cerebro. Lo que no es poco.
Referencias:
“Nasenios” aparece en otros textos o citas como “Naasenos”. A quienes deseen ampliar datos sobre los gnósticos, les sugiero los textos que me fueron de utilidad.
-“Los Gnósticos”, de Serge Hutin, Editorial Eudeba, Buenos Aires, 1976.
-“Historia del pueblo Judío”, James Parker, Edit Paidós, 1970.
.”La Filosofía medieval en occidente”, Dir. Birce Parain, Edit. Siglo XXI, Méjico, 1986.
-“Guía de la Filosofía”, C.E.M. Joad, Edit. Losada, 1979.
-“La rama dorada”, J.G.Frazer, Edit. Fondo Cultura Económica, Méjico, 1977.


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CRÓNICAS DESESPERADAS DE DOS ÁNGELES EN SODOMA

“No es del todo cierto lo que está escrito en un libro tenido por sagrado donde se nos imputa haber descendido a censar las abominaciones humanas en un vecindario donde la lujuria corría pareja con su pravedad. Bastante ya ha sido tratar con los pecados del cielo; ni Dios, que es omnipotente podía comisionarnos a la tentación de conocer la culpa antes que la infracción del deseo.
Lo cierto es que bajamos a la tierra con el edicto sagrado para exterminar a los injustos junto con los aduladores; a los forajidos y a quienes observan tan escrupulosamente la ley, que la convierten en una prisión para sus cuerpos y un suplicio para sus espíritus. La ley se escribió para igualar a los mortales con los dioses. La misma muerte no es más que una ley menor.
Era el atardecer, la hora de la mansedumbre cuando un vapor invisible llena la hora moribunda de sombras y grises, la hora en que las alhucemas hacen flotar en ese vapor su gusto ácido, opalescente, que recuerda la omisión de la memoria humana. El sol rojeaba los relieves de las cuestas mientras Lot se inclinaba a gemir sus plegarias por los justos en el umbral de su casa.
También es cierto que al entrar en celo la noche, Lot nos convidó a su mesa, nos hospedó; atendió nuestras fatigas, la sed y el hambre para demostrarse a sí mismo que todo acto de justicia exige una privación.
Después (el escrito sagrado lo consigna con reservas al pudor de sinagogas, templos y catedrales), vino la horda de los sodomitas, vino el asedio. Secretamente intuimos la fiesta de la carne que nos amenazaba.
Los hombres y mujeres nada saben de los ángeles; en cambio, nosotros somos versados en excesos, dolo e indecencias que aprendemos del rebaño humano y por eso, conocemos a la gente. Todos los disidentes del Paraíso aprendieron las maquinaciones humanas antes de entregarse a la estafa y el fraude.
Nuestra fue la idea de instar a Lot a comerciar la castidad de sus hijas para salvar nuestra honestidad. Nuestra existencia, que precede a la sucesión del tiempo humano ya conocía el incesto que el relato describe mucho después del exilio de las ciudades condenadas: Gomorra, Sebohim, Admá y Sodoma. Pero la turba no aceptó el trato. Colándose por los párpados de las persianas nuestra pureza esparcía un perfume a infancia. Ese aroma delicado del pétalo exhalando la llamada del germen encendió el fuego de los ánimos; los placeres largamente agostados se sacudieron repentinamente, un filo de acero parecía brillar en la cabeza de la noche, las chispas de su refriega bullían en el interior de los sodomitas. Todo era fuerza escaldada, humo de bufidos, sudores y gemidos. Los hombros de los hombres arremetían con fuerza contra la puerta. Crujían las fallebas rítmicamente como la máquina de los sitiadores contra los paños de un muro de piedra que se desgaja. Decidimos cegarlos: es sabido que la visión es aliada de la sensualidad; pero ellos seguían insistiendo, aullando de deseo y de odios. Intentaron arrastrarnos al vicio por medio de promesas pero en el cielo nunca creció el árbol del deseo, por esa razón, tanto nuestra virtud como nuestra perversidad no tienen límites.
Quienes no fuimos amasados de materia en el tiempo, ignoramos por completo las desesperaciones del porvenir y las acusaciones del pasado. Lot no parecía entender nuestra misión. Vinimos como mensajeros; para él éramos simples verdugos, artífices de la catástrofe. Primero imploró por cien justos ofreciendo canjear la ciudad por su piedad pero buscando en su memoria no halló los cien. Ofreció diez, tampoco los encontró aunque revisó escrupulosamente sus amigos y parentela. Ofreció uno pensando que la sola existencia de la justicia merece la salvación; pidió por un justo, pidió por Lot. Cerca, más allá de la pendiente reseca gruñía el Mar Muerto. Tuvimos que explicarle pacientemente a la mezquina luz de alcuzas que colgaban de las vigas que ni siquiera un rebaño de justos es suficiente a la hora de limpiar tantas ofensas; que Dios había creado un mundo generoso en el que ser justo no exigiera tanto esfuerzo y eximiera de tanto dolor. Que el Altísmo ya había sentenciado; que la demolición y la hoguera no tardarían más que nuestras dudas que quizás en las entrañas de la oscuridad el azufre ya brotaba para el exterminio.
Clareaba con tibieza en el naciente cuando salimos de la ciudad confiscada al mal. A todos advertimos sobre le riesgo de mirar hacia el pasado, pero la mujer de Lot buscó despedirse de sus recuerdos y volvió los ojos hacia la muralla fulgurante bajo el cielo furioso que estragaban las llamas. Dios la convirtió en sal, materia sagrada, odiosa al demonio porque impide la corrupción de la carne. Nadie sabe que la desobediencia, a veces santifica. Dios la bendijo premiándola con la perpetuidad: los años y los siglos rebanarán los riscos, reducirán la piedra al polvo del que está hecha la criatura humana pero la mujer de sal seguirá observando de pie la dignidad de los exiliados.
Nadie conoce el pensamiento de Dios, que es mortífero. Hemos de confesar que después de acompañarlo desde siempre, sin principios, aún hoy sus enigmáticos designios consiguen sorprendernos.
¿Por qué la lluvia de fuego sobre Sodoma y Gomorra cuando sabemos con certeza que en otros sitios se comenten males mil veces más aberrantes, se masacra a los inocentes y se tortura a los justos? Los males, ya lo aprendimos, son necesarios en el universo desquiciado que sin ellos, sería imperfecto. Muchos males prestan valiosos servicios: el crimen enseña a valorar la vida; por el sendero de los vicios llegamos a la prudencia. El odio a la guerra mantiene la paz. Muchas veces un exceso de lascivia conduce a la santidad más ascética, como la de Thais de Alejandría y Agustín de Hipona. ¿Por qué destruir entonces Gomorra y Sodoma, futuros templos de castos?
Hemos de vigilar la historia para descubrir la respuesta. Intuimos que Lot ya la conoce; por eso se salvó del castigo destinado a los fornicadores. Y también sabemos que una larga noche fue amante de sus hijas, y sobrevivió.
No podemos dudar de Dios ni de su justicia; pero sí de Lot”.
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(Fragmentos del libro "La salvación después de Noé")
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