GAUCHOS IMPOSTORES
El arquetipo o modelo del gaucho es una impostura
desde el comienzo. No estoy difamando para decir que el gaucho sea un impostor,
estoy diciendo que esa imagen del hombre rural que ejercía el pastoreo y ha
sido replicada hasta el infinito no es más que un fantasma en el presente, un
reflejo que no tiene correlación material en el cielo platónico.
El tipo social del “gaucho” pudo haberse
desarrollado a partir de criollos en tiempos de la colonia, cuando abundaban
las tareas pecuarias para el hombre rural que era casi la mayoría de la
población, cuando había pocas ciudades, y las que teníamos estaban escasamente
pobladas. Después de la Revolución de Mayo muchos de ellos, absolutamente díscolos
con la disciplina castrense, desertaron de las milicias y se hicieron nómades
de las pampas. Gente iletrada y marginal que solo conocía el trabajo del
pastoreo de vacas.
Poco sabemos objetivamente del guacho real, aquellos
registros que los censaron en forma oblicua y retaceada no dicen mucho más que
números y categorías sociales. La imagen más nítida que nos legó la literatura
es visiblemente impostada, porque los verdaderos protagonistas, los gauchos de
profesión, fueron alíteros y analfabetos; nada fiable dejaron a la posteridad.
Los autores y poetas que escribieron sobre el gaucho —todos hombres, por lo que
sé— no eran gauchos sino caballeros de levita y hasta socios del Jockey Club
que, en sus momentos de ocio, que no eran pocos, fueron configurando el
prototipo y el sociolecto del gaucho alzado contra la autoridad, libre como el
viento pampero, idea que el romanticismo que impregnaba esa época imponía como
necesidad.
Es sabido que las premisas de la sociología y las de
la literatura no corren por el mismo camino. El sociólogo requiere datos,
estadísticas, características generales. El escritor, en cambio, necesita del
aura fantástica de la imaginación para poner a vivir a su personaje en situaciones
críticas donde se revele su interior. El gaucho alzado contra la autoridad
arbitraria resulta ornamentado con rasgos que se traen de aquí y de allá, de
las novelas de caballería, del ideario estancado del tradicionalismo local o
las efusiones policromadas del costumbrismo que reduce la nobleza espiritual a
una ronda de mates con chismes del más allá. Los señoritos de bufetes del siglo
XIX, estancieros muchos de ellos, forjaron un tipo social postizo con el valor
de un cruzado, la nobleza de un apóstol, la irresponsabilidad de una napolitano
y el atuendo de un magiar. De esa proyección infausta, alojada entre papel y
tintas, nació el gaucho payador y matrero que en vano buscan los porteños (nacidos
y criados en departamentos céntricos de 60 metros cuadrados) en los pagos de
San Antonio de Areco.
He discutido estas cuestiones con una escritora
adicta al gauchaje. Me consta que adora la literatura, pero su amor no es
correspondido. Otro amigo en común le ha llegado a recomendar que, de cada
cuento, escribiera solo el título y dejara al lector o lectora imaginar el
resto. Mi maldad no alcanza esas cotas. Sigo pensando que, de viajar al Iberá,
se vería francamente decepcionada de esa pasión por los gauchos que allanan su
corazón sin que ella misma pudiera explicarse la causa. Mi sobrina Camila viajó
hace un año al Iberá, y se embarcó en una excursión lacustre no exenta de
saurios y carpinchos, pero su desilusión estalló ante una realidad contundente.
El capitán de la canoa, guía y supuesto gaucho correntino repentinamente,
interrumpió el discurso sobre las aguadas ante una llamada. Detuvo la marcha
para responder en su iPhone.
Gauchos eran los de antes. Internet nos dejó sin
gauchos. Los de ahora ya son gauchos.com y Dios nos libre de esos algorritmos.
ALEJANDRO BOVINO MACIEL
BUENOS AIRES, ENERO 2024
www.alejandrobovinomaciel.webador.es
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