AUTOPSIA DEL EGO ASESINADO
En busca del ego disgregado en “Yo el Supremo”, de Augusto
Roa Bastos.
Pistas para una contribución.
Por: Alejandro Bovino Maciel.
De los “Escritos de juventud” de G.W.F. Hegel un fragmento
del poema
“Eleusis”
“El sueño y la dulce fantasía se desvanecen.
Mis ojos se levantan hacia la eterna cúpula del cielo,
Hacia ti. Oh astro brillante y nocturno,
Y de todos los deseos, de todas las esperanzas,
El olvido, desde tu eternidad, sobre nosotros desciende.
Se pierde el espíritu en esta contemplación.
Lo que tenía por “mío” se desvanece.
A lo inconmensurable me abandono.
En él soy, soy todo, soy yo mismo y el mismo.
El pensamiento, vuelto en sí, cae en el desconcierto,
Tiembla ante el infinito, se llena de estupor.
No comprende la profundidad de esta contemplación.
La imaginación pone la eternidad al alcance del espíritu”
En la última frase, Hegel cifra la clave del enigma: sólo la
imaginación comercia con la eternidad. Y el Yo de “El Supremo” de Roa está
proyectado como una inmensa constelación de visiones imaginarias que abarca
desde el arranque de la novela en un panfleto ajeno al personaje, pero
enajenado por el autor, hasta el apetito de comerse el universo entero como
repudio post-mortem: en la jaculatoria final de la novela, un tercero, anónimo,
antípoda del yo-identidad, cierra el mundo imaginario con un elemento imperioso
tan contundente como la realidad: el hambre. Negación del hombre. Afirmación de
la animalidad anónima, puro instinto. En todo ese ciclo que va desde la
apertura al cierre abierto, se pueden seguir ciertas pistas de las múltiples
visiones-divisiones que establece el autor, aunque haya decidido borrarse del
escenario y de la tramoya desde un ante-principio. Antes del prefacio.
Este complicado andamiaje tendido como un contorno alrededor
del eje temático, lo aborda y al mismo tiempo es abordado por la mirada
multiplicada en mil visiones de un mismo problema semántico: la relación entre
el significante, el significado y el signo~palabra.
¿De qué significante hablamos? Me refiero especialmente al
concepto de “Yo” tan vital en la obra que inicia hasta su título. Se puede
aventurar el trayecto de la novela como un recorrido sustancial a través de la
propiedad de un Yo que se proyecta en el poder por medio de la letra escrita.
No accidentalmente la búsqueda de ese Ego-identidad se inicia
con la obra cuando el mismo Gaspar Francia instiga el análisis del yo desde la
sospecha de su adulteración escrita,
en el panfleto que han fijado a la puerta de la Catedral los enemigos del
poder. Ese yo/escrito y cuestionado por el yo/reescrito que sospecha, ejerce
una especie de imantación en el carácter de la obra. Una dualidad polarizada en
los extremos de lo real y lo imaginario-ficticio como una persecución sin fin
que instiga desde su inicio una desconfianza ejemplar hacia todo lo que está
fijado en la “forma muerta” de una escritura, como un gran cuestionamiento
meta-temático a la pobreza de recursos de toda literatura frente a la
insondable realidad, idea propia de Roa y desarrollada en casi todas sus obras.
Dice G.W.F Hegel en su “Lógica”:
XX. Si tomamos al pensamiento en su representación más
inmediata, le veremos aparecer primero en su significación subjetiva común, a
saber: como una de las actividades o facultades al lado de otras facultades
como la sensopercepción, la intuición, la imaginación, el deseo, la voluntad,
etc. Su producto, la determinabilidad o forma de ese pensamiento será lo
universal, lo abstracto en lo general. El pensamiento en tanto actividad es, por
consiguiente, lo universal activo, y que se hace a sí mismo por su actividad,
puesto que su producto es también lo universal. El pensamiento representado
como sujeto, es el ser pensante y la expresión simple que designa al sujeto
existente como ser pensante es “yo”.
‘Yo el Supremo’ nos involucra lentamente en ese proceso de
construcción en el que “se hace a sí mismo” por su misma actividad
gráfica, aparece gradualmente partiendo desde la particularidad de un momento
histórico de quiebre y reconstrucción institucional en el Paraguay
post-independiente para ampliarse gradualmente escalando nuevos niveles de
significado, transformando el Ego-signo en un símbolo de nuevo nivel, cada vez
más abstracto y general, cada vez —al decir de Hegel— más universal. Este
proceso iniciado en la sospecha de la escritura adulterada del panfleto
que cuestiona el yo-real frente al yo-fraudulento manifiestamente parasitario,
egodistónico del
panfleto, se extiende ininterrumpidamente a lo largo de la obra. Así, esta
persecución del Yo-Supremo (como único símbolo absoluto del poder, como
garantía del mismo) hacia el desenmascaramiento del Yo-Plagiado se vuelve un
cuestionamiento al poder desde el poder mismo.
Esta cualidad de refracción es una de las bases de la
originalidad de ‘Yo el Supremo’ dentro del subgénero “novelas de las
dictaduras”. Los antecedentes y sucesores, desde el Carpentier del “Recurso del
Método”, el Asturias del “El Señor Presidente” y recientemente el Vargas Llosas
de “La fiesta del chivo” ejercen de una u otra forma la crítica desde “afuera”
denunciando los actos de gobierno como actos de prepotencia, como fuerza
ilegítima que se legitima por medio de la fuerza. Ninguno
antes ha puesto en el centro la pregunta ¿qué es el poder?, desde un personaje
que, siendo el símbolo absoluto del poder, se discute a sí mismo la
legitimidad. En este desdoblamiento el lector asume alternativamente la función
de espectador y personaje.
El mismo fenómeno de desdoblamiento a través del espejo de la
escritura se da cuando Gaspar Francia lee, (en realidad el lector es quien lee)
un oficio en el que el comandante de Villa Franca
detalla los oficios fúnebres realizados en la Villa luego de la noticia de la
supuesta muerte del dictador. En el texto declamatorio (...gemidos, sollozos,
lamentos desgarradores. Muchos se arrancaban los cabellos con gritos de
profundo dolor. Almas paraguayas en su máxima intensidad...) el personaje
central intuye la profunda hipocresía del contexto. Nuevamente el ego se
desdobla en un segundo nivel de crítica que, al mismo tiempo que cuestiona su
propia legitimidad, ofrece su propia visión irónica de la caricatura del duelo
público: “Exprésale mi agradecimiento por las lucidas exequias. Dile que las
próximas no resulten tan llovidas; que las arrancadas de pelos no sean tan
copiosas. No tienes necesidad, mi estimado Escobar, de levantar “cúmulos”
iluminados, pues mi edad no se mide por candelas. Tampoco revestirlo con
espejos que dan una visión falsa de las cosas”. Estas inocentes
recomendaciones tienen un plano de significados concretos (Diles que las próximas....
No tienes necesidad...) y que pueden reducirse a su lectura lineal; pero
hay otro plano como significantes de mayor espesor, más ampliamente incluyentes
que pueden ser interpretadas como una discusión de la legitimidad del
personaje, reducido en el informe de Villa Franca a objeto de una sucesión
ritual, de formas vacías de contenido. Combatir estas formas y relativizarlas a
través de la ironía, es una constante en el diálogo entre Gaspar Francia y
Policarpo Patiño:
“No uses tanto Usía, Vuecencia, Vuesa Merced, Su Excelencia y
todas esas paparruchas que ya no se estilan en un Estado moderno.... Por ahora
usa el Señor si necesitas vocarme a toda costa. No te acercará eso más a mí
aunque revientes...”
El mismo autor, en otro párrafo, expone su particular visión del
problema hegeliano entre la identidad, ser y mundo circundante. Dirá G.W.F
Hegel en “Fragmentos de un sistema” (1800) “El concepto de individualidad
implica, por tanto, una oposición a la diversidad infinita y, a la vez, una
vinculación con ella. ¿Cómo es posible esta aparente contradicción? Un hombre
es una vida individual en la medida en que conserva su alteridad en relación a
todos los elementos y a toda la infinidad de las vidas individuales que se dan
fuera de él. Pero al mismo tiempo el hombre es una vida individual sólo cuando
constituye una cosa con todos los elementos y con toda la infinidad de la vida
exterior a él. Existe en la medida en que el todo de la vida se divide en
partes, siendo él mismo una parte, y el resto de la totalidad, otra parte; pero
al mismo tiempo sólo existe en la medida en que no es únicamente una parte y en
cuanto que nada se da separado de él.”
Para el Supremo, esta fórmula de juego entre el yo y no-yo, entre la
unicidad individual y la pluralidad subjetiva se reformula en el
diálogo/explicación a Policarpo Patiño.
“Si el hombre común nunca habla consigo mismo, el Supremo Dictador
habla siempre a los demás. Dirige su voz delante de sí para ser oído,
escuchado, obedecido. Aunque parezca callado, silencioso, mudo, su silencio es
de mando. Lo que significa que en El Supremo por lo menos hay dos. El Yo puede
desdoblarse en un tercero activo que juzgue adecuadamente nuestra
responsabilidad en relación al acto sobre el cual debemos decidir”.
El acto de objetivación se fragmenta como en los miles de cristales de
un espejo roto en el que la realidad (la pluralidad subjetiva) se refleja según
la especial situación de cada esquirla-reflejante: un tercero activo que
juzgue adecuadamente.... que invierten el orden aparente de las cosas: su
silencio es de mando...; los ejemplos podrían multiplicarse tanto en el
texto como en el contexto de la novela, pero como decía el finado monje
franciscano Guillermo de Ockam: “no conviene multiplicar innecesariamente los
entes”, siendo los ejemplos, entes ausentes, basten los referidos
anteriormente.
Como decía al principio G.W.F. Hegel al principio, en su “Eleusis”:
“Se pierde el espíritu en esta contemplación.
Lo que tenía por “mío” se desvanece.
A lo inconmensurable me abandono.
En él soy, soy todo, soy yo mismo y el mismo”.
Avanzando en la línea de la trama de Yo el Supremo, cada vez se hace
más intrincado separar ese Yo casi omnisciente en el sentido teológico (no literario),
de las miradas que se cruzan desde la exterioridad que está enajenada,
confiscada por la fuerza de ese pequeño universo centrípeto que todo lo subsume
en sí mismo, como si “En él soy yo, soy todo, soy yo mismo y el mismo”. Todo
Paraguay queda reducido a la visión fantasmagórica del personaje convertido en
eje y cimiento del Estado, primer motor inmóvil de esta historia detenida en el
tiempo, lo que da un nuevo significado al conjunto social, el de la plenitud
del poder sin representatividad: el poder de todos que es de nadie. Hay dos
salidas de la trampa solipsista en la que, inevitablemente se encierra. Una: la
recuperación de la individualidad a través de la memoria; de la individualidad
colectiva (valga la aparente contradicción) por medio de la memoria social.
Decir memoria es decir historia. Pero aquí nuevamente el Yo omnisciente nos
cierra el paso: “Del Poder Absoluto no pueden hacerse historias. Si se
pudiera, El Supremo estaría demás, en la literatura o en la realidad” Y
vuelve a desmentirlo un párrafo más adelante, esta vez con un argumento casi
ontológico: “Si a toda costa se quiere hablar de alguien, no sólo tiene uno
que ponerse en su lugar: Tiene que ser ese alguien”.
El otro camino, el de la individuación absoluta también está cerrado: “Difícil
ser constantemente el mismo hombre. Lo mismo no es siempre lo mismo. YO no soy
siempre YO. El único que no cambia es ÉL. Se sostiene en lo invariable.”
Ecos del pensamiento de Hume resuenan en esta negación. El Yo omnisciente, y el
autor, en complicidad, desmienten la armonía y el crédito de un yo continuo,
siendo auténticamente él mismo a lo largo del tiempo, reconociéndose en sus
hechos y en sus escritos;
tal vez como reflejo íntimo de la tarea literaria que inexorablemente cumple
pasos y etapas que nos mienten y desmienten en una cadena de escrituras cuyo
reconocimiento filial únicamente se podría operar a través de la autopsia. Pero
ningún ser vivo puede someterse a una necropsia. Antes, es necesario morir.
Otros, nunca el mismo yo, harán el análisis. Esta analogía forense puede
explicar (y lo hablamos con Roa en alguna oportunidad) la tarea de una crítica
responsable en el campo compartido del texto, intertexto y pretextos.
Como no hay escapatoria posible y la historia está esperando ser escrita,
leída e interpretada, se vuelve a la escritura. El mismo autor-personaje que
reniega de la escritura, sin embargo, escribe.
“Al principio no escribía; únicamente dictaba. Después olvidaba lo que
había dictado. Ahora debo dictar/escribir; anotarlo en alguna parte. Es el
único modo que tengo de comprobar que existo aún. Aunque estar encerrado en las
letras ¿no es acaso la más completa manera de morir? ¿No? ¿Sí? Se escribe
cuando ya no se puede obrar. Escribir es renunciar al beneficio del olvido.
Cavar el pozo que uno mismo es. Arrancar del fondo lo que a fuerza de tiempo
allí está sepultado”
De este modo la escritura, volcada desde el turbulento interior hacia
el fumoso exterior, objetivada en un sistema de símbolos, oficia como puente
entre la realidad y el Yo. Puente y espejo. Uno se mira en la otra. La otra se
desconoce en el uno. Se discuten. Se analizan. Se derrumban y vuelven a
reconstruir como los muros del Templo de Salomón.
Volvemos a G.W.F Hegel: “El yo es el ser para sí puro, en que toda
particularidad es negada o suprimida, es el punto culminante de la conciencia,
ese punto en que la conciencia existe en toda su pureza. Se puede decir que el
yo y el pensamiento son una sola y misma cosa, o de un modo más determinado,
que el yo es el pensamiento en tanto que piensa”.
Esa conciencia-yo o yo-puro-conciencia es la fuente de las indagaciones
del solitario Francia ejerciendo un poder que requiere justificativos ante sí
mismo. Ante la supremacía del yo. ¿Qué yo? Para Freud el yo es el vínculo entre
la voluntad que decide y los sentidos que perciben; una especie de poder
ejecutivo de la personalidad con un claro registro conciente de la realidad del
mundo en el que vive y turbios presentimientos de sus propios deseos. Este yo
freudiano en permanente batalla entre tres fuerzas antagónicas: el oscuro
infierno de los instintos por un lado, las exigencias celestiales de la
conciencia moral por el otro, y la solidez del mundo real con sus reglas y
posibilidades complica más la identidad entre yo y pensamiento que había
diseñado Hegel. ¿Qué pensamientos? ¿Los derivados de los deseos y emociones,
que desconocemos en nosotros mismos?, ¿las construcciones racionales, bastardas
de toda forma de sensibilidad cuando más elevadas?, ¿los fundamentos
axiológicos de cada cual, fundados en la ética o la religión? En la novela de
Roa Bastos esta multiplicación de fuentes que confluyen en el yo inmediatamente
se refractan en el acto de la escritura. El autor duda, y deja constancia
escrita. El personaje sigue una cadena de razonamientos e instintivamente los
empapa en tinta, llega a rasgar el papel para tener más intimidad con su
escritura. Todo cuanto sucede a su alrededor va transformándose en registro
escrito. Hasta los escritos, como las providencias y órdenes
son copiados en forma constante por un amanuense que sigue escrupulosamente las
palabras del amo ‘para no dejar nada entre líneas’.
‘Yo el Supremo’ es un mundo de escrituras dentro de un universo
alítero. Las únicas confesiones que se permite son de índole política: en la
trama de la historia sudamericana únicamente cabría escuchar las confesiones
del poder. El Paraguay también se encuentra en la triple encrucijada de
tensiones. Por un lado, las potencias europeas que se disputan su mercado, por
otro, Buenos Aires que la reclama como provincia, y por último, el Imperio
expansionista del Brasil. En este difícil encuadre el Supremo Dictador mantiene
un poder que no se permite la mínima duda, férreo, absoluto, omnipotente como
representación cabal del Dios Padre tribal. Las únicas dudas están en la
escritura. ¿Es suficiente acto de fe la palabra impresa, destinada a la
irreversibilidad, como la sentencia de Pilatos?.
La escritura funciona como cadena para re-hilvanar y zurcir las
múltiples fracciones de un Yo que por omnipotente, ha tenido que transformarse
en todo lo que lo circunda, ha tenido que ser por momentos
Correia Da Cámara, Manuel Belgrano, la Deyanira-Andaluza, José Gervasio Artigas
(con trato exclusivamente epistolar entre ambos), el protomédico Estigarribia a
quien confiesa “Ya ve, Estigarribia, cuando nada se puede hacer, se escribe”,
los naturalistas Juan Rengger y Marcelino Lonchamp, los hermanos Robertson,
Pedro Juan Caballero, el tamborero Efigenio Cristaldo: múltiples difracciones
de un sujeto que se objetiva en tanto es instantáneamente la
otredad que intenta analizar. El abordaje por identificaciones sucesivas va
creando esa multiplicación de voces casi coral que hacen a los ‘climas’ de cada
parte de la novela un ámbito único, privado, como un pequeño universo cerrado
en sí mismo que se va cargando de tensiones y que al estallar, se abre a nuevos
tramos para la indagatoria del yo que, en el tránsito, se metamorfosea, cambia,
necesita la transmutación alquímica para convertirse en la próxima escritura.
El Yo de ‘El Supremo’ es, simultáneamente la suma de las tensiones que sugirió
Freud. Es el deseo colectivo de mantener la unidad en la dispersión histórica,
es la realidad del momento crítico con todas las acechanzas y las decisiones
que asumirá en cada circunstancia, es el dolor moral de saber que el poder está
destinado al autismo, a la ignominia de un destino cuyo precio será el repudio,
un destino en el que la muerte misma estará sometida a venganza como si la
persiguieran las Erinnias de la antigüedad.
Es al mismo tiempo el Yo-pensamiento que quería Hegel.
La alternancia sutil y constante entre estas dos posiciones juega un
movimiento fascinante que obliga al lector a recuperar su propia dosis de
imaginación creativa. “Yo el Supremo” no tiene ni tendrá jamás la lectura
lineal de una obra naturalista. Porque el Yo no es enteramente el yo, y el
supremo no es más que la desnudez de un poder miserable que no se apiada de
auto-confesarse la profecía de su destino infausto en medio del solipsismo en
el que está entrampado para siempre.
Ya adelanté que este pequeño trabajo no pretende más que ser una
contribución abierta a futuras indagaciones de este maravilloso texto. Sé que
han quedado más puertas abiertas que direcciones trazadas. Prometo continuar en
otro trabajo, en tono más coloquial, la visión de la Historia en esta novela,
visión necesariamente más ligada a la imaginación que a los documentos firmados
de los archivos y museos.
Alejandro Bovino Maciel.
Asunción, 9 diciembre 2002.