Capítulo 1
(novela inconclusa sobre las perversiones sexuales. ¿Usted opina que debería seguir con esto? Por favor respóndame con sinceridad. A.M. Gracias). .
HABÍA UNA VEZ.....
“El entendimiento, como el ojo, aunque nos hace ver y percibir todas las cosas, no tiene noticias de sí mismo”. John Locke, “Ensayo sobre el entendimiento humano”, introducción.
PORTADILLA
De cómo hay una íntima unión entre Corrientes, Buenos Aires y Asunción.; insospechada para la mayoría. De por qué el autor no puede dejar su profesión de psiquiatra ni Turio de Jesús puede dejar de ser el personaje, atrapados como están en la maraña de la historia. De cuando llegan tres travestis (la Coiffure, la Capona y Déborah) al Hotel Neil de Asunción, donde las recibe la Dueña muy preocupada porque hace dos horas está esperando el profesor Octavio su transformación en Marla, la fatal. De qué manera y paso a paso el circunspecto profesor Octavio se convierte por obra y gracia de la cosmética en la desaforada Marla amparándose en un diálogo de Platón. Desde que salen a la calle a guardar cada una su parada, hasta que se detiene una Land Cruiser con muchachones borrachos que preguntan la tarifa. De la oferta/demanda del mercado sexual. De la inversión de los roles por el principio físico de la indeterminación de las partículas. Una visita guiada al Mercado 4, supercentro comercial frutihortícola-ganadero, de boutiques, lencerías, perfumerías, chacinados y calzados finos de Asunción. De la gente, siempre urgente.
TRES TRISTES TRAVESTIS TRIVIALES .
En la escalinata del “Hotel Neill” mariposean sombras andróginas desde el crepúsculo. Cuando la Dueña -un viejo marica amojamado, de palidez raquítica y voz de institutriz- se apresta toda neurótica ovillándose los cabellos, la calle Tacuary es un río de barullos, motores, hollín y cláxones. Presagia el ajetreo de las mil y una noches trucidadas una por una con las aspas del desvencijado ventilador de techo del líving-room, que en su traqueteo rebana rodajas de luz y de sombras.
Amarilla, la trompa del taxi se comide aparcando junto al cordón de la vereda, ronronea, tufa, tose carbón; deja colar las voces de las pasajeras que discuten la tarifa del viaje. Se abren las puertas con un clac-clac cuando la Dueña -nerviosísima- junta las manos en una súplica teatral como de santa jesuítica, parada en el vano de la puerta.
-¡Ya vienen, ya vienen las canallas! -dice, abriendo desmesuradamente los ojos como quien ve en sueños su propia defunción.
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COITUS INTERRUPTUS UNO
Alejandro: Su historia es el texto del contexto.
Turio: No me vengas con esa jeringoza semiótica de secundario. A mí, no. Sin mí, no hay novelita ¿sabés?
Alejandro: Quiero decir que antes que hablar de usted están hablando los demás con usted. Supongamos que Turio es el nudo, pero la madeja tiene atrapada más gente. No pretendo escribir su biografía.
Turio: ¿Y qué tienen que ver estos travestis en mi vida?
Alejandro: No me obligue a recordarle que usted visitaba cierto local lleno de locas.
Turio: ¿Ahora somos moralistas también?
Alejandro: No. Cuando abrimos un cadáver nos olvidamos del mal. Buscamos la enfermedad como algo natural, que está a la vista. ¿En la autopsia se descubrió un cáncer? Podemos ser fatalistas y decir que el tumor mató al pobre hombre. O podemos verlo como una carrera entre los tejidos normales y el tejido tumoral. Ganó el cáncer 1 a 0. Eso es todo.
Turio: Seguí con tu historia, loco.
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Toda cubierta, sepulta entre cajas cilíndricas, entreverada al ras de telas que sisean y cuelgan, desembarca la Capona rezongando.
-¡La mierda que sale un ojo de la cara viajar en esta porquería! -putea a diestra y siniestra con un gorjeo chillón y acelerado.
El taxista mira lejos, como a otro planeta; cuando aspira el humo de su Camel, sube la papada rechoncha, traga saliva, tuerce un poco los mostachos sin decir nada -y para colmo, señor, me hiciste saltar todo el camino que tengo las tetas por mi cogote.
-La calle está destrozada -interviene Déborah, que oficia de maquilladora y continúa arrellanada en el asiento delantero gesticulando mientras escarba en su monedero buscando cien guaraníes.
-¡Hay, chicas, se hace tarde! -se desespera la Dueña, toda contrita y manoteando un aleteo como de albatros con el que apura. Compele. Apresura. Urge.
Hace una venia asomando los ojos bajo la mano izquierda para ver mejor. Cuchichea algo para sí misma.
Hecha una tromba, agitadísima y al mismo tiempo oronda, portando una cabeza de telgopor -alto el cuello, modigliniano- que orna una peluca toda bucles y viboreos dorados, desciende del automóvil la Coiffure. Cuando apoya el primer pie en la vereda ya se sabe que su taco alfiler punza el cemento.
Tras los portazos que sacuden el Peugeot -impávido, el taxista sigue fumando- bajan a cual más majestuosa y regia las ‘tres manolas / las que se van al quilombo / las tres y las cuatro solas’ a las que recibe la Dueña en el rellano, acusando con el índice su reloj pulsera y agitando la otra mano, como quien se quema sin querer.
Mise en scène
Todos los viernes el mismo rito: ya suben los peldaños primero la Capona, después la Cosmetóloga y por último la Coiffure, bicéfala. Acuden a un pesebre donde no un Dios será hombre sino un hombre será mujer, madre de todos los dioses. Son tres reinas magas venidas del oriente de los bajos siguiendo la luz de una estrella ilusoria, de neón, trayendo la pericia y el ajuar para la Transformación.
Adentro, nervioso, bebiendo un té de boldo, aguarda hecho un ovillo el profesor Octavio frente a un espejo dorado que enmarca una corona de lámparas de 40 w.
El Asistente de la dueña va y viene convidando un Tranquinal 2 (que no se le niega a nadie), caldo de gallina tibio en su cazuela de barro, vermouth a sorbos y alguna que otra golosina para acortar la espera de las azafatas.
-¡Ya era hora, manga de tilingas! -reconviene el profesor Octavio cuando las ve llegar.
-¡No sabés lo que era el tráfico! -se defiende la Estilista posando su cabeza portátil y empelucada en una consola donde la Dueña apronta el arsenal para el vituperio de las formas.
-¿Empezamos el montaje? -inquiere, toda asustada.
Primero despojan la indumentaria del docente: la camisa blanca, la corbata azul, los pantalones de línea italiana, las medias, los mocasines, el anatómico blanco.
Prestas, solícitas, empiezan la conversión. Con la pinza digital -índice y pulgar- la Cosmetóloga ata un nudo gordiano que ahorca el glande del Profesor. Aplasta los testículos entre las piernas contra el perineo, jala del pene que agarrota una piola y lo cruza por el puente de las nalgas; ata el extremo del pájaro fláccido a un cinturón de Hipólita que la Estilista ciñó silbando polkas mientras la Capona, disimulando, peinaba una falda de seda.
-Ya está -avisa la Experta- escondida el arma que delata; esto quedó más liso que una concha de verdad. ¿Quién se podría montar con un falo malo, duro como un palo?
De una bolsa de hule tironean cinco medias bucaneras de nylon. Le enfundan las piernas depiladas al Profesor. Le enciman una tanga que en el orillo lleva pespunteado un hilván de encajes negros.
Con un refajo elastizado marca “Sehorinha” le hunden una cintura. La Estilista -toda neurótica, mordiéndose las uñas- rellena un par de soutiens con trapos. Con hilachas. Con torzales y estopa completa la teta.
De una alacena hindú taraceada -tigres beben al lado de palomas en un oasis de palmeras- hurgan potiches. Destapan, a cual más alborotada, los cachivaches. Con un emplasto pálido le untan la cara que blanquean íntegra borrando las cejas para volver a trazarla con un fino lápiz florentino, una pulgada más arriba y onduladas, a lo Marlene Dietrich.
Dibujan labios carnosos con un delineador color ladrillo y los rellenan a base de rouge que rutila como un frasco de cerezas. La Embellecedora, luego de rascar en su cartera, poniendo los brazos en jarra indaga:
-¿Ya estuviste tocando otra vez mi neceser, maldita negra? -mirando fijamente a la Coiffure- después una se vuelve loca buscando las pinzas de cejas, los invisibles, y las limas que me trajo el chino de Jon-Con.
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INTERRUPTUS DOS
Turio: Perdón, no quiero interrumpir pero...
Alejandro: Pero interrumpe. Irrumpa sin alharacas, discretamente; tan disimuladamente que no se le oigan las pisadas. Pase inadvertido entre las páginas. Hágame caso.
Turio: ¿Para qué? Me querés usar de comparsa para tu circo, loco.
Alejandro: Yo no escogí esta historia, ella vino a mí. Usted es el pretexto del texto. No se dé demasiada importancia. Nada es importante en la narración, el tema, menos que menos.
Turio: ¡Estás haciendo lo imposible para que el autor se quede con la parte del león!
Alejandro: El autor ya desapareció antes de empezar a escribir. Si no puede restarse, es mejor retirarse. Cuando el autor está visible, la obra es invisible. Siempre es el reverso. El autor autista hace su auto de fe siendo invisible. Las mejores obras han sido hechas por manos invisibles, sino, fíjese en el mundo.
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-¡Yo no toqué nada!
-¡Ndera sore! -clama la Capona- ¿por este engomaje picó pelean? -sacude en el aire una ampolla de vidrio.
Afanosas, rodean los párpados con un arco de mucílago. Aplican un par de pestañas negras -prótesis capilares- que Octavio, al parpadear, apantalla. Aletean dando círculos alrededor del Transformando; si una barniza los pómulos con una laca magenta otra le aplica un perlado iridiscente en los lagrimales. Si la Estilista la toca con el casquete cuyos bucles sujeta por medio de una vincha de tafetán negro, la Capona -excelsa- le desliza uñas de carey mientras supervisa -de paso- el proceso de afeites que la Experta, frunciendo los labios de tan concentrada, retoca con un pincel de pelo de marta, davinchesca a más no poder.
-¡Ya siento! ¡Ya siento la transfiguración! ¡Sube como una fiebre! -el Docente, cargado de tribulación menea la cabeza como un energúmeno sometido por demontres rijosos.
-¿Te falta mucho, Eduarda? - con insidia, la Capona, mirando de reojo.
-¡A la pinta! -se ofusca la Cosmetóloga ocupadísima en alumbrar un rincón del mentón para restar volumen- ¿qué picó tanto apuro?
-¡Ya me voy sintiendo Marla! -dice el poseso, en trance ginecológico.
Tiembla de emoción cuando en el espejo ve el revés de su persona doblemente invertida. Ya se le avienen sus lacayas con preseas -en simétricas perlas negras, se enroscan, lujuriosos, dos ofidios-, con perifollos de bijôuterie, con gemas ensartadas. En un santiamén queda hecha una emperatriz.
-¡Cada vez estoy más mujer! -reconoce la Impostora-. Ahora quiero que me pintes un buscanovios sobre el labio.
-¿Seguro pa? Mirá que está demodé total.
-No importa. Yo quiero ser una chica del ’60.
Y aplica nomás el lunar que reniega del tiempo. Que devuelve de un golpe la época de los vestidos a-go-gó, las pelucas pelo-de-virgen, el rimmel para los ojos de Cleopatra, la música de “Los Iracundos”.
Para ocultar el gaznate difamador no hay como una buena gargantilla de terciopelo. La centra un camafeo: sobre gules destaca el perfil ebúrneo de María Antonieta. En las muñecas, ajorcas de plata y pulseras con dijes. De las orejas bajan argollas y peces diminutos tan quisquillosos que al solo contacto campanillean. En los guantes de raso se ofusca un falso rubí. En el pulgar, destella un cintillo de strass.
-¿Dónde picó pusiste los sus zapatos? -quiere saber la Capona que en el trajín se ha despeinado y luce lo mismo que una pordiosera.
-¡No me molestes! -ordena la Perita- busque por ahí y déjese de joder.
Sale la Auxiliara maldiciendo en tres idiomas, zarandea cajas de cartón, pone al revés cubículos y escriños. Con ahínco propio de maníaca, vacía estuches. Envases repletos de indumentos, invierte y revuelve. No conforme, sacude el equipaje de la Experta regando el piso con Lancôme y Miss Ylang.
-¿Qué hago yo con esta desgraciada? -maldice la Técnica, clavándole la mirada a la Capona, totalmente salida de sí, furiosa.
-Disculpá, mi reina- ruega la otra, y se tira en el piso a recoger pastas y untos.
-Un fulano -dice la Simuladora ajustándose la peluca rubia- escribió hace mucho tiempo que en las épocas antiguas la gente era redonda porque cada uno era dos, macho y hembra a la vez. Si uno usa un solo sexo siempre está insatisfecho. Siempre le falta algo. Siempre, rengo, tuerto o manco. ¿Por qué?, digo yo. ¿Por qué?
-¡Quedaste preciosa, mi reina! .¿Qué decía el antiguo ése?
-¿Qué te gusta más, ser hombre o mujer?
-¡Qué pregunta, mi reina! -clama toda transida la Capona poniendo un puño en el pecho, y oscilando suavemente la cabeza, confiesa-: yo soy pura mujer.
-¡Pero naciste hombre, mi amor ! -la Estilista hace la objeción soltando los bofes con la ponzoña.
-¡Pura casualidad !
-¡Puta casualidad! -corrige vehemente la Dueña, sufriendo también el martirio masculino.
Salen a la calle las amujeradas. Totalmente montadas. Van por Haedo y cantan despacio a ritmo de bolero “por las veredas / de La Encarnación / hay una puta / en cada rincón”. En una ochava, sucio y clisado, cierto borracho las mira desde su moridera. Siguen su travesía los mofrados tic, tic, tic, puntiagudos, ocho tacos enviciados de calle. Se aposta cada una en su parada.
Frena una 4 X 4 que el encerado hace irreal de reflejos oscuros en lo oscuro. Desde adentro los cambamberos escupen insultos con latas de cerveza semi vacías que en la caída trazan un círculo de espuma. Se detiene un sedan blanco.
-Hola. ¿Cuánto cuesta una buena mamada con esa boca, mi reina?
-Diez mil guaraníes. Odara.
-Apuráte na, subí que estoy caliente.
Marcha el Toyota raptándose su sabina. Busca la calle cortada donde asombran dos lapachos que el viento suavemente insinúa. En un instante se trenzan en la cabina, hechos una coyunda de bajar braguetas, deslizar slips, untar con saliva los cabos genitales. En sacudones tironean elásticos, el nylon de la lencería chista contra la carne erizada. La humedad asordina los roces. Así mamita, seguí moviendo. Hay un pozo profundo por el que caen, convictos del mismo deseo. Hondos, los suspiros. Después, entre el humo y la piel, los cigarrillos parpadean.
-Ahora te toca ser hombre -dice el cliente. Vuelta a quitarse la ropa.
Y así, sucesivamente.....
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