1836 o 1837
/ EL ORO DE FAMATINA /
Tres ámbitos:
1. Bernardino Rivadavia, 1837
2. La vieja actiz hoy cherinola (la “Chonga” Olga Ponce)
3. Ventura, la más vieja de las criadas
4. Vicenta, la criada más joven
5. Juliana, madre
6. Alicia, hija de Juliana
7. Marcos, hijo de Juliana
Ambiente decadente de la sala de lo que fue una
fastuosa mansión. Con ménsulas doradas, capiteles, cortinas de brocato,
detalles de un paño de pared hechos en telgopor y colgantes de la parrilla
bastarán para insinuar las glorias pasadas del salón hoy derruido. Una gotera
insistente caerá como si fuese el péndulo de un reloj que marca el ritmo de la
decadencia. Las sillas y el poco mobiliario costroso dejarán ver que la penuria
económica ronda a los habitantes. El fondo debe diseñar alguna forma de
infinito prolongándose hacia el más allá si fuese necesario.
No se requieren recursos fastuosos ni los necesitamos,
bastará con agitar la imaginación del visualizador de la obra para conseguir
efectos casi mágicos. La decadencia siempre es un modo fantástico de ver el
derrumbe propio de todo ser humano que se encamina lentamente a la muerte por
más felicidad que consiga acumular durante la vida.
Hay una música obsesiva cuando se inicia, algo que fue
un minué pero tan deformado como si lo tocase en un teclado de un piano
desafinado, alguien absolutamente indigno de la música, como yo.
(Obra de teatro sobre la vida de Bernardino Rivadavia
en el exilio, en Colonia del Sacramento, 1837. Rivadavia fue presidente en 1826)
Olga viste de
un modo algo estrafalario, aún para la época de 1830: sombrero con plumas
vistosas, flores, tules, abalorios; ropa de seda negra, boa de marabúes y su
risa quiebra cualquier intento de solemnidad. La sala donde conversan tiene
aspecto desolado: el mobiliario es viejo, desvencijado, polvoriento; el mantel
de la mesa está roído, hay libros desparramados, trastos a medio cubrir con
lienzos y telas bastas, gotea rítmicamente agua en una palangana. Rivadavia
mantiene el porte orgulloso de quien cree en sí mismo a pesar de todo, habla
como si estuviese diciendo un discurso ante una asamblea solemne, ríe
discretamente con su vieja amiga, mientras sorbe una bebida que ambos
comparten.
Rivadavia: No conviene declarar la verdad ante la
servidumbre, amiga.
Olga: No tengo interés de tratarlos de igual a igual.
Rivadavia: Vamos a fingir desvaríos cuando entre la
criada, es mujer malevolente con la lengua, siempre esculcando entre las
sombras y no hay que olvidar que las paredes tienen oídos en el Virreinato.
Olga: Por mí, se quedarían mudas, no pienso hablar con
esas negras.
Rivadavia: Mal necesario.
Olga: Eso lo sabrán en las casas, en los despachos;
por fortuna en el teatro todos en un elenco son males necesarios. Hay que ver
la de ínfulas que tienen esas mulaticas como la Amparito. Una vez le
dimos el papel de Cleopatra y ya se viene creyendo reina del Nilo.
Rivadavia: ¿Y que disputan por ella Julio César y
Marco Antonio? (Ríe)
Olga: ¡Ni más ni menos! No sabe fregarse el talón y se
cree la futura emperatriz de Roma.
Rivadavia: ¿De dónde trajiste ese elenco? (Riéndose)
Olga: De aquí y de allá, quien no era caribeño era de
Francia, de Escocia… pero a las extranjeras había que enseñarle palabra por
palabra. El castellano es un idioma maldito, Bernardino. Tiene tantas
complicaciones y una no es la academia de lenguas…
Rivadavia: A pesar del entrenamiento, digamos.
Olga: (Reacciona como quien oye una indirecta) Siempre
sospechaste que mi casa de comedias era un congal.
Rivadavia: Bueno, no pongamos nombres brutales. Quien
dice congal dice mancebía, dice lupanar, dice jarana y un liberal no se anda
metiendo en las camas ajenas. Hagan lo que quieran con sus cuerpos.
Olga: ¿Y el alma?, ¿dónde la dejamos?
Rivadavia: ¡Qué sé yo, no soy obispo! Soy el Presidente
de las Provincias Unidas y no me ando metiendo en puteríos.
Olga: (Se pone de pie) ¡Más respeto con esta dama a
quien hasta el padre Castañeda llamó “Faro de las artes”!
Rivadavia: No me hables de ese eunuco. Deberías
incorporarlo en tu farándula, los roles de traidor le salen de maravilla. Haría
un Judas de antología sin necesidad de ensayar.
Olga: ¿Por qué
te detestaba tanto?
Rivadavia: El
orden público es como tu teatro, todos creen saber la letra de la obra y cuando
aparece el director nadie obedece. La Iglesia pensaba que yo tenía el deber de
custodiar los valores cristianos.
Olga: ¿Y
no es así?
Rivadavia: El
gobierno debe atender a la máxima felicidad con el mínimo de dolor, ¿se
entiende? ¿Por qué obligar a la gente a militar en el papismo? No, que cada iglesia
cuide su rebaño, el gobierno no se puede ocupar de esas cosas doctrinales,
después riñen como comadres… (hace gesto de fastidio) No… fuera.
Olga: ¿Eso hace un gobierno?
Rivadavia: Muchas veces un gobierno debe hacer lo que
no quiere y no hacer lo que quiere. ¿Creías que somos omnipotentes, acaso?
Olga: ¿Y eso es el poder? ¿Ves, por qué conviene hacer
teatro? En mi casa nadie tiene otro deseo que el mío. Siempre pensé que todo el
gobierno es una farsa. Perdón por lo que te pueda ofender.
Rivadavia: Ustedes encienden las luces y nosotros en
el gobierno estamos detrás de la escena. Pero sigamos… ¿gustaría una copita de
jerez, madame?
Olga: Uy, cuánta amabilidad. Acepto.
Rivadavia: (Hace sonar una campanilla) ¿Hay alguien
del servicio?
Olga: Cada día son peores, ya no tenemos servidumbre
como en la colonia. ¿Por qué mierda se les ocurrió eso de liberar los esclavos?
Rivadavia: No comprenderías las sutilezas que necesita
la libertad, amiga.
Olga: Yo entiendo todo lo que se me explica...