Y EL GAUCHAJE
(La soledad de los desterrados hijos de Eva en el “Martín Fierro” de José Hernández)
El “Martín Fierro” indudablemente es la obra épica rioplatense y se ha convertido en la epopeya argentina con el paso del tiempo; añejada por la distancia de fechas y aniversarios la obra se afirma cada vez con mayor autoridad como una especie de Biblia gaucha y criolla.
Muchos latinoamericanos errantes en la geografía áspera de los desclasados pueden verse fielmente retratados en las desventuras del gaucho alzado contra la autoridad, una especie de anarquista sin adiestramiento proudhoniano que recibe todo el peso de las sanciones de una sociedad organizada bajo la férula del poder político, económico y social que no tiene lugar para los insurrectos.
No creo necesario repetir la historia de Fierro, es mucho más interesante y fascinante leerla en cuerpo presente en la obra de José Hernández quien vivió un tiempo en Corrientes y pudo dar fe del infierno del caudillismo político haciéndoselo padecer a su personaje.
Todas las arbitrariedades, las injusticias, violencias, desafueros e infamias que la autoridad puede descargar sobre el prójimo están minuciosamente reflejadas en la vida del gaucho desertor. Uno a veces se pregunta, ¿desertor de qué?
Porque Fierro no es un soldado que huye de una batalla, tampoco hay escuadrones, ni regimientos ni milicias. La Argentina se está configurando como sociedad y los márgenes entre la colonización civilizadora y el salvajismo de los indios pampas están en el desierto de los llanos.
Fierro creció como todos los gauchos ayuno de toda educación y en ese estado de ignorancia está irremediablemente atrapado entre las dos clases que se disputan la geografía argentina: la civilización no le da carta de ciudadanía por ser analfabeto, los indígenas tampoco lo reconocen entre los suyos y lo identifican inmediatamente con los opresores. No está en la civilización ni en la barbarie que trazó Sarmiento en el “Facundo”. Está entre ambos bandos, es un paria en la inmensidad desértica de la pampa. En su situación marginal es fácil advertir de dónde viene su resentimiento; todos comprendemos el momento en el que desafía con bravuconadas al Mulato, lo reta a duelo y termina asesinándolo.
En la segunda parte (“La vuelta de Martín Fierro”) el genio de Hernández nos hace sentir el peso del tiempo. Fierro, ya viejo, vuelve a encontrarse con sus hijos. Cada uno cuenta su triste vida de mendigo, indigente, fugitivo y desertor como si las huellas del padre fuesen imperativas en ese camino lleno de desventuras de la vida argentina. Conocemos al viejo Vizcacha cuando uno de los hijos cuenta en una rueda de mateada sus historias con el cicatero y ruin que sin embargo jugó la vida con todos los recursos de la picardía de eso que llamamos “viveza criolla” y que el viejo Vizcacha encarna como nunca ningún hijo de Dios lo hizo desde que el mundo principió.
Como Hernández nos convidó al fogón vamos participando de cada descripción que son como calcos de las mismas afrentas humanas, de la miserabilidad de la pobreza de cuerpo, alma y espíritu.
La épica desgraciada tiene cierto tono naturalista que mágicamente se rompe cuando José Hernández decide dar otra dimensión a la obra.
¿Con qué recursos consigue salir del realismo patético del retrato costumbrista? José Hernández rompe la uniformidad del relato retando a duelo a su propia criatura; Fierro es el payador a quien nunca nadie pudo vencer en ese duelo de palabras y canto que es la payada en la que cada desafío pide improvisar respuestas en forma de versos rimados. La recursividad eleva a otro plano el relato que hasta entonces se limitaba a contarnos las desdichas de Fierro y sus hijos; entra de nuevo un Moreno a quien Fierro casi con prepotencia racista desafía a responder varias preguntas no fáciles para un analfabeto, tal como se ha declarado el Moreno de antemano.
La narración abruptamente se suspende y cada cantor cuestiona, pregunta y responde en forma directa como si estuviésemos presenciando el reto. Primero, Fierro pregunta al Moreno cuál es el canto del cielo, después cuál es el canto de la tierra, luego cuál es el canto del mar y cuál es el canto de la noche. A todo responde el Moreno con natural soltura y no poca profundidad; Fierro redobla la apuesta y pregunta entonces de dónde nace el amor. Cuando el Moreno, cantando, revela (como lo hace toda poesía) los contornos oscuros de estas perplejidades Martín Fierro entre sorprendido, admirado y ya reconociendo el respeto que le inspira su contendiente le pregunta qué entiende de la ley. No olvidemos que el vía crucis de Fierro se lo imponen las autoridades de la frontera en nombre de la ley; el contraste entre el formalismo legalista y las improvisaciones de la vida nómade nos acechó a lo largo y a lo ancho de la lectura de la obra. Por eso la pregunta no es casual.
Creo, modestamente, que en este punto la obra gira sobre sí misma y responde las preguntas que la vida del personaje fue sembrando en el camino. Si Hernández me perdonara de antemano trataré de transcribir en lenguaje común los conceptos. Creo superfluo complicarlo con el lenguaje gauchesco que todos sabemos cómo funciona de un modo infalible en el Martín Fierro pero cojearía en este análisis donde buscamos conceptos, no sociolectos.
….Por eso poco me aflige / y le contesto a mi modo / La ley se hace para todos / Más sólo al pobre le rige. / La ley es tela de araña / en mi ignorancia lo explico, / no la tema el hombre rico / nunca la tema el que mande, / pues la rompe el bicho grande / y sólo enreda a los chicos. /
Es la ley como la lluvia / nunca puede ser pareja / el que la aguanta se queja, / pero el asunto es sencillo / le ley es como el cuchillo: / no ofende a quien lo maneja.
Le suelen llamar espada, / y el nombre le viene bien / los que la gobiernan ven / adónde han de dar el tajo / le cae al que se halla abajo / y corta sin ver a quién.
Hay muchos que son doctores / y de su ciencia no dudo / mas yo soy un negro rudo / y aunque de esto poco entiendo, / estoy diariamente viendo / que aplican la del embudo.
En este punto Fierro siente que ya es amigo del Moreno: “Y ahora te voy a decir / porque en mi deber está / y hace honor a la verdad / quien a la verdad se doblega / que por fuera sos tinieblas / y por dentro claridad”.
No olvidamos que la payada es la alternancia de los que se retan a duelo poético y en esta segunda vuelta el Moreno pregunta a Fierro ¿para qué fin el Eterno ha creado la cantidad?
Si hay algo que los insubordinados detestan es la regularidad, el orden, las reglamentaciones, las exactitudes y otras entelequias con las que nos complican la vida de los banqueros y la omnisciente Dirección General Impositiva. La cantidad, la cuantificación, el álgebra contable es lo menos poético que debe de existir sobre la pampa y sus aledaños y es odiosa a toda criatura espiritual exceptuando a los pitagóricos. Fierro responde:
“Han de saber que Dios / no creó cantidad ninguna. / El Ser de todos los seres / sólo formó la unidad; / lo demás lo ha creado el hombre / después que aprendió a contar”.
Descubrimos que Fierro es metafísicamente monista; cree con cierta seguridad que Dios es unidad y los seres empezamos a enumerar cosas después de ser creados, es decir, cuando aprendimos a contar. Pero en esta hipótesis interesante Fierro no me explica por qué estoy yo en medio, si Dios sólo hizo la unidad y obviamente no soy parte de ella ya que mis múltiples defectos me separan de Su perfección, ¿cómo llegué a ser una de las cifras del cómputo? Quizás persuadido pero no convencido el Moreno interviene de nuevo preguntando: ¿para qué Dios creó la medida?
Nuevamente Fierro adjudica al hombre la invención de la medida pues “Dios no tenía que medir / sino la vida del hombre.” Refuta nuevamente la presuposición que subyace bajo la pregunta, es decir, que Dios creó disparidades y esas distinciones llevaron a la división de la gente en poderosos y menesterosos.
Para Fierro, anarquista, todos somos iguales pero no ante los ojos bizcos de la ley de la que desconfía; todos somos intrínsecamente iguales, naturalmente una misma cosa, Fierro es humanista o se convirtió en el camino a fuerza de sablazos, castigos, penitencias, cepos y maldades.
¿Vamos viendo, ingente lectora, audaz lector hacia dónde vamos en el piquete abierto por el gaucho indómito? Estamos frente a las grandes preguntas humanas; José Hernández dejó atrás ranchos, caballos, chinas cebadoras de mates, facones, indios, malevajes, cautivas, comisarios y nos pone frente al abismo de la nada. El Moreno entonces pregunta lo que venimos investigando pacientemente desde que ustedes tuvieron la desdichada idea de abrir este libro facineroso: ¿Cuándo formó Dios el tiempo y por qué lo dividió?
¿Qué responderá el gaucho matrero?
Un prófugo, errante, paria, desclasado tiene derecho a todas las respuestas:
“Moreno, voy a decir, / según mi saber alcanza / el tiempo sólo es tardanza / de lo que está por venir. / No tuvo nunca principio / ni jamás acabará / porque el tiempo es una rueda / y rueda es eternidad / y si el hombre lo divide / sólo lo hace, en mi sentir / para saber lo que ha vivido / o le resta por vivir”.
Hernández recurre a un híbrido entre el concepto del tiempo circular de Platón y la inexistencia de un día inicial y una fecha final, es decir, niega que el tiempo haya sido creado lo presupone aparte del “Fiat lux”, como algo de otro orden. ¿Recuerdan que en una ronda anterior Martín Fierro había desafiado y asesinado a un Mulato en el pasado? La obra nos mostró la insolencia con la que devolvió las injusticias recibidas, insultó al pobre hombre por el color de su piel, lo hizo centro de las burlas y finalmente en un duelo de cuchillos, lo mató. El Moreno, lo revela ahora es hermano de aquel pobre Mulato y viene a cobrar la sangre:
“Cantaremos, si le gusta / sobre las muertes injustas / que algunos hombres cometen”, dice a Fierro. El mismo tiempo circular que había defendido Fierro en su tesis parece dársele vuelta de un revés en la mano ofreciéndole el mismo pasado aciago de tener que cuerpear una muerte más en duelo pero “procurando los presentes que no se armara pendencia, se pusieron de por medio y la cosa quedó quieta”.
Se rompe mágicamente el círculo de la maldad con la intervención de los demás, Fierro guarda el filoso facón y, montando paso a paso se aleja con sus hijos en la inmensidad de la pampa: el espacio interminable se roba aquel tiempo devuelto a la violencia y predomina la paz ciega de una llanura imposible de encerrar en las leves luces rojizas del crepúsculo que cae, que es retrato de la fugacidad de la vida de Fierro que sabe cercana la muerte y de la extinción del gaucho errabundo, la domesticación de la libertad por parte de la civilización que avanza tomando la urbana forma de las modas y los estilos, signos más sofisticados del cambio permanente al que estamos sometidos.